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Cultura

Muere Francisco Brines, la última voz de la Generación del 50

El Premio Cervantes 2020 ha fallecido a los 89 años

Hace escasas fechas, el escritor y profesor Pedro García Cueto publicaba, en la editorial Huerga & Fierro, un libro de poesía sobre el último premio Cervantes, Francisco Brines, el poeta que fuera visitado por los reyes Felipe VI y Letizia, en su casa de Elca, en el capo de Oliva –donde había nacido en 1932–, para darle en mano el mayor galardón de nuestras letras.

Así, en “Francisco Brines, el otoño de un poeta”, este especialista en poesía española, autor de tres ensayos sobre la vida y la obra de Juan Gil-Albert y otro sobre doce poetas valencianos contemporáneos, llevaba a cabo el propósito siguiente: reivindicar su poesía desde las influencias de Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda; lo hacía recorriendo toda la obra del autor valenciano, haciendo hincapié en su profunda poesía existencial y metafísica, en los temas del tiempo y en el recuerdo de la infancia.

Esa larga andadura que ha tenido un colofón cervantino siempre se mantuvo en el estío, en la primavera, podría decirse, por su viveza de escritura, por el interés que suscitaban sus libros, desde su debut, inmejorable para un poeta, con “Las brasas” (1959), pues ganó con él el Premio Adonais.

García Cueto habla de lo otoñal, lo crepuscular –él, que firmó el libro “El otoño de las rosas”, una suerte de mezcla de pena elegiaco y fulgor vitalista–, en una obra que enseguida fue considerada por los mejores estudiosos, pues no en vano en 1966 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica por “Palabras en la oscuridad” (1966) y fue incluido por José Batlló en la “Antología de la nueva poesía española” en 1968. Él, sin embargo, se alejaba de lo que era preponderante en aquella época, la poesía de corte social dentro de un contexto que ha resultado de gran atractivo para diversos especialistas, que lo han tratado casi como de un despertar artístico en relación a las poéticas anteriores.

Entre ellos, Andrew Debicki, que en 1981, en la nota a su libro “Poesía del conocimiento. La generación española de 1956-1971” –donde estudió la obra de Brines, Claudio Rodríguez, Ángel González, Gloria Fuertes, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún, Eladio Cabañero, Ángel Crespo y Manuel Mantero–, advirtió «la importancia de dicha poesía y hasta qué punto representaba una ruptura con relación a los estilos y cánones de los primeros años de la posguerra. Vine, sobre todo, a darme cuenta de que los poetas más recientes empleaban el lenguaje cotidiano y las técnicas narrativas de modos altamente inventivos. Y, aunque a primera vista, algunas de sus obras podían asemejarse a la poesía “realista” de sus inmediatos predecesores, exhibían, no obstante, un tipo de control artístico original y novedoso, vehiculando una gran riqueza de sentidos y perspectivas».

Esta descripción concuerda con un Brines que, mediante versos que alentó lo homosexual, poetizó la búsqueda de la pureza, que publicó su último poemario en el lejano 1955, “La última costa”, donde parecía que escribía desde una orilla remota, con el tono de un melancólico atardecer, casi como si se estuviera despidiendo al emprender un último viaje.

Por eso aparecían en aquellas páginas secuencias de una esporádica y cada vez más huidiza felicidad pretérita, el tópico del paraíso infantil, pero también, cómo no, la inminencia de la muerte, siempre implacable pero a la vez que había que mirar con ánimo templado.

Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras e Historia, doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia, lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en Oxford… Trayectoria imponente académica que fue superada por su condición espiritual, íntima, poética, que tuvo, en el volumen de su poesía completa, en la editorial Tusquets, “Ensayo de una despedida”: otra manera de afrontar el adiós antes de marcharse definitivamente; como sucedió ayer, poco después de ser intervenido por una hernia en el Hospital de Gandía. «Estimo particularmente, como poeta y como lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos; la segunda, más intensos», dejó dicho, ya para siempre.

Brines, Faro y guía de nuevas generaciones de jóvenes poetas

Hace unos pocos días se le entregaba a Francisco Brines (Valencia, 1932), en su domicilio y ya muy enfermo, el Premio Miguel de Cervantes. Se reconocía así una obra poética de extensa trayectoria y enorme influencia estética. Perteneciente a la generación literaria de los años cincuenta, su poesía aúna la impronta juanramoniana de la lírica de las esencias con el fluir de la experiencia propio del más característico Antonio Machado. En esta simbiótica línea se desarrolla una sensibilidad marcada por el paso del tiempo, la emotividad erótica, el recuerdo de la niñez y la gozosa percepción del cotidiano vivir. Poemarios como Las brasas (1960), Palabras a la oscuridad (1966), Insistencias en Luzbel (1977) o La última costa (1995) evidencian la formación clásica de un poeta que sabría evolucionar desde un solipsista individualismo, reconcentrado e intimista, hacia una mirada más participativa, implicado en los afanes colectivos de un cada vez más amplio público lector.
Ahora que nos ha dejado, sus versos resuenan con una singular mezcla de lúcido estoicismo, jubilosa existencia y elegíaca expresión: “Y el pecho se consuela, porque sabe / que el mundo pudo ser una bella verdad.”
Académico de la RAE, en posesión de los más destacados galardones literarios de las letras hispanas, faro y guía de nuevas generaciones de jóvenes poetas, su obra pervivirá como un ejemplo de mantenido compromiso vital y rigurosa implicación estética. En la línea del mejor Cernuda, confrontó la conflictiva fricción entre la realidad y el deseo, indagando febrilmente en los arduos vericuetos de la pasión amorosa y el desencanto íntimo. De trato siempre atento y ponderado, ostentaba ese señorío, esa cercanía propia de una exquisita sensibilidad. Su febril búsqueda de la belleza ideal casaba así bien con su constante aspiración a un arte de lo perfecto y equilibrado. Con él desaparece acaso, aunque quedando su obra, la silueta e imagen del poeta que vive en función de su obra, en obsesiva imbricación entre vida y literatura. Uno de sus más recurrentes temas consistía en un desazonante afán de figurada y quimérica inmortalidad, fruto tal vez de su enconado vitalismo; para la literatura española la alcanzado ya sobradamente. JESÚS FERRER