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Muere a los 86 años Mario Camus, el novelista que se dedicó al cine

Director de clásicos del cine español como “Los santos inocentes”, “La colmena” o “Los días del pasado”, el realizador ha fallecido en su casa de Santander, según informa la Academia de Cine
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Cuando se apaga una luz como la de Mario Camus, que ha fallecido a los 86 años en su siempre adorada bahía de Santander, los elogios surgen en el horizonte como pequeños veleros recreacionales: algunos vacuos, otros elegantes y todos necesarios para dibujar el paisaje, a modo de legado, de la marcha de un gran hombre. Más allá de la línea visual, donde en la capital del Cantábrico damos con la Magdalena mirando casi a la Playa del Puntal, se avistan los cargueros dispuestos a cruzar el Canal de La Mancha: “Camus acertó a llevar a la imagen ese halo de poesía que pretendí dar a la novela. Yo quise narrar como un poema en prosa y eso lo ha logrado. Su película me parece una obra de arte”, escribió de él Miguel Delibes, sobre “Los santos inocentes”, en una muestra de respeto tal que solo resiste la metáfora por su capacidad para hundir a cualquier otro comentario, muestra de cariño o recuerdo que se haya querido reflotar en las últimas horas.
Hombre de mar, pero anclado en el pueblo y en sus batallas, Camus nació en los albores de la Guerra Civil y se marchó joven a Madrid a estudiar derecho, casi haciendo verbo el “nobleza obliga”. Allí conocería a Basilio Martín Patino, con quien siempre compartió una inquietud literaria y con quien, además de Carlos Saura, José Luis Borau o Manuel Summers daría forma a eso que la crítica encajona en el Nuevo Cine Español pero solo sirve para etiquetar a quienes no tuvieron quién los exiliara. En pleno desarrollismo, entró embelesado en 1956 en la Escuela Oficial de Cine (entonces, el propagandístico y rimbombante Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas). Allí firmó varios guiones y se graduó con un corto de 20 minutos, “El borracho” (1962) en el que las luces del neorrealismo se encontraban con una España paupérrima.
Debutó en el largometraje un año más tarde, con “Los farsantes”, y ocupó los sesenta en lo que luego convertiría su oficio más digno: trasladar las palabras de la literatura a la pantalla plateada. “Muere una mujer”, “Con el viento solano” o “La visita que no tocó el timbre” descartan cualquier puesta en escena teatral y se abren a todo el ancho del fotograma, como anticipando que la carrera de Camus asumiría pocos corsés. Primero para ganarse las castañas y luego subido de lleno en la ola del Technicolor, dirigió al cantante Raphael en su debut, “Cuando tú no estás” y sellaron una relación de tres películas más, siendo la cumbre “Esa mujer” (1969), junto a Sara Montiel.
De Delibes al paroxismo
Recorrió los setenta del despertar democrático subido al buque de la televisión pública, dirigiendo capítulos de “Curro Jiménez” o “Paisaje con figuras”, y adaptó a Calderón (“La leyenda del alcalde de Zalamea”, 1973), antes de que la nueva década le convirtiera en uno de los diez nombres más importantes del cine español. Algo que ya adelantaba en “Los días del pasado”, con una apabullante Marisol. A su serie de “Fortunata y Jacinta” (1980), le siguió en 1982 “La colmena”, donde entre él, un Camilo José Cela presente en todo momento y José Luis Dibildos dieron forma a un filme merecedor del Oso de Oro en el Festival de Berlín. La goyesca versión televisiva de “Los desastres de la guerra” fue el preludio de su obra maestra: después de convencer a Delibes en los postres de una comida informal, adaptó “Los santos inocentes”, la novela que le había dejado sentado seis horas seguidas en un banco junto al Santiago Bernabéu nada más comprarla. “Entré en una especie de paroxismo. Yo sabía que había libro nuevo de Miguel, pero no sabía que me iba a quedar en un banco desde el desayuno hasta la hora de comer, devorando aquello e imaginándome el aspecto de los personajes en mi cabeza”, confesaba a quien escribe estas líneas hace menos de un año, ya afectado a la salud pero con una nitidez de pensamiento y exposición digna del genio que siempre habitó en él.
Aunque perdiera la Palma de Oro del Festival de Cannes en favor de la “París, Texas” de Wim Wenders, aquella película no solo marcaría un antes y un después en el nacional-costumbrismo propio del cine estructuralmente español de la época, si no que abriría un cisma metódico en nuestro arte y cuyos ecos llegan hasta nuestros días. En otras palabras, si todas las películas españolas son sobre la Guerra Civil, ninguna es sobre la Guerra Civil. En dicho contexto aperturista, “La rusa” o “La casa de Bernarda Alba”, celebradas con ahínco por la taquilla patria, parecían caracolas desde las que oír el ruido de un pasado turbulento que procedíamos a olvidar.
Sin apartar la mirada del catalejo televisivo y convertido en experimentado capitán de navíos literarios, Camus decidió encerrarse en su camarote y volverse crepuscular, casi metafísico. Así nos legó películas como “Después del silencio” (1992), “Amor propio” (1993), que escribió junto a José Luis Cuerda, “Adosados” (1996) o “El color de las nubes” (1997), donde el ritmo era lo de menos y “lo social” y contemporáneo se encontraba con los manierismos de otro tiempo. Entregado al “thriller” al vacío que marcaban los tiempos (“La playa de los galgos”, 2002), su última película fue “El prado de las estrellas”, de 2007 y en la que la familia, ese gran pilar temático de su filmografía, parecía subir en marea alta para no bajar nunca más, ahogando los sueños de un ciclista en ciernes.
El legado que deja Mario Camus, que solo ganó un Goya como guionista y luego recibiría el de Honor en 2011, es tan grande en nuestro cine que va más allá de cualquier premio. Más allá de la odiosa etiqueta de “la mejor película española”, más allá incluso de la que le define como un director fajador. Decía Cernuda, quizá con razón, que “el mar es olvido”, pero no hay agua en ningún océano que pueda borrar la memoria de un gran novelista que se dedicó a hacer todavía mejor cine.

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