Sección patrocinada por sección patrocinada
Libros

Historias

La verdad sobre las princesas medievales: empoderadas, desafiantes y nada que ver con Disney

La historiadora Kelcey Wilson-Lee expone 6 lecciones sobre cómo era ser hija de un rey en la Edad Media: ni prisioneras en castillos ni casadas por obligación

"The Accolade", pintura de Edmund Blair Leighton
"The Accolade", pintura de Edmund Blair Leightonarchivo

Es incomparable la realidad y la ficción, pero hay ciertas historias que se han quedado hasta tal punto en el imaginario colectivo que no se suele ahondar más en ellas. A diferencia de lo que nos ha contado Disney o el cine, en la Edad Media no hubo princesas atrapadas en torreones, ni expectantes de que llegara su príncipe azul con armadura reluciente para salvarles la vida un beso de amor verdadero. La historia siempre es más compleja que sus cuentos, y por ello las princesas eran algo más que bellezas mitificadas con zapatos de cristal y voces angelicales. Para batir este tipo de leyendas, la historiadora Kelcey Wilson-Lee nos ha ofrecido un jarro de agua fría de realidad a través de la publicación “Hijas de la caballería”, donde expone 6 lecciones sobre cómo era ser una verdadera princesa medieval.

Ni torres ni dragones

En esta obra, la experta realiza una biografía de cinco hermanas medievales: Eleanora, Joanna, Margaret, Mary y Elizabeth, todas ellas hijas de Eduardo I de Inglaterra, también conocido como “El Zanquilargo” o “Piernas largas” y quien reinó desde 1272 hasta su muerte, el 7 de julio de 1307. A través del estudio de la vida de estas mujeres, Wilson-Lee desmiente cualquier mito romántico y se adhiere a la realidad, asegurando, en primer lugar, que las princesas no vivían atrapadas en un castillo custodiado por un dragón. De hecho, no eran sus prisioneras, sino que más bien los comandaban. Por ejemplo, en 1923, Leonor, la hija mayor, se casó con Enrique III, a quien encarcelaron tras ser capturado por fuerzas francesas durante una batalla en Lille. Ante esto, la princesa tuvo que tomar toda la responsabilidad de su castillo, y sacó todas sus fuerzas para defender su hogar y sus derechos ingleses. Por tanto, en lugar de escaparse y esconderse en un bosque, eran lo suficientemente valientes e independientes para poder crear estrategias y gobernar un castillo.

Una boda clandestina

Si hay algo que no podemos recriminar a Disney es la idea de casarse por amor. En la Edad Media, algunos de los matrimonios se pactaban por intereses económicos y familiares. No obstante, sí hubo algunos casos de princesas que tomaron otro rumbo, firmes a sus sentimientos pese a las tradiciones. Wilson-Lee hace en este sentido referencia a Joanna, quien se casó por primera vez con 18 años con un magnate de 46. Cinco años después, éste murió, y Joanna, aunque tuvo la oportunidad de aumentar su poder casándose con otro gobernante, terminó enamorándose y casándose en secreto con Ralph de Monthermer, un joven apuesto y sin tierras. Si bien esto desafió al deber del rey de aprobar dicho matrimonio, este terminó perdonando a su hija.

Tablillas en latín

El gusto por las letras era generalizado entre los hijos de Eduardo I. De los 15 que tuvo, solo 8 sobrevivieron, y todos ellos mostraron pasión por la lectura. Sabían suficiente latín para recitar oraciones, y, en concreto las mujeres, estaban más familiarizadas por los romances o las historias, la mayoría leídos en voz alta en pequeños grupos junto a otras mujeres. Destaca Wilson-Lee el caso de Mary de Woodstock, la cuarta hija del rey de Inglaterra: encargó una historia del reinado de su padre y fue escrita en el dialecto anglo-normando del francés, el que hablaba ella, lo que indica que tenía intención de leerlo. Así como las compras de tablillas de escritura registradas durante varios años muestran que su hermana mayor, Eleonora, escribía bastante durante su adolescencia.

De viaje a caballo

Como se mencionaba anteriormente, las princesas no vivían encerradas entre torreones y murallas, sino que también eran unas frecuentes viajantes. Por ejemplo, Elizabeth, la hija menor del rey, viajó de Inglaterra a Holanda con tan solo 18 años, desesperada por volver a ver a su padre. Un trayecto que le llevó dos meses por mar y tierra, como tantas otras veces hicieron en familia: los reyes y sus hijos viajaban de un lado a otro en convoyes a caballo y carruajes. Todo ello, para controlar las propiedades y saludar a sus súbditos.

Desafiando al rey

En cuanto a los lazos familiares, las hijas de Eduardo I también eran bastante desafiantes. Y lo eran con su propio padre. La más valiente en este sentido era Joanna de Acre, quien siempre tuvo un comportamiento rebelde: se peleó con los empleados de su padre, exigió una casa más grande al saber que tenía menos criados que sus hermanas y fue quien se casó contra los deseos de su padre, a quien rara vez le pagaba las deudas. No obstante, su mayor desafío fue en 1305, narra la historiadora, cuando el rey le quitó a su hijo -el futuro Eduardo II- todas sus posesiones e ingresos. Ante esto, Joanna le envió su propio sello a su hermano para que pudiera pagar lo que quisiera. Una actitud que, en la época, era una clara provocación al rey.

Arquitectas del poder

Por su parte, tal era su independencia y capacidad de valerse por sí mismas que también podían construir castillos. Poco después de unirse a la corte de su esposo en Bruselas, Margaret, la tercera hija del rey, necesitaba un tribunal alternativo al de su marido, quien mantenía romances públicos con varias amantes. Margaret buscaba un foro alejado de ellas, donde pudiera presidir y que fuera lo suficientemente atractivo como para tentar a su alrededor. Por ello, al no encontrar nada a su medida ni gusto, decidió crear su propio castillo, una acción que en la época señalizaba poder y conquista.