Ya lo advirtió Maquiavelo: hay que recuperar el valor de la Historia en la enseñanza
Ya en el siglo XVI, el cronista Francesco Guicciardini abogó por el ejercicio de poner la Historia al servicio de la política
Creada:
Última actualización:
En los últimos meses hemos asistido (y seguimos asistiendo) a un debate sobre el papel de las asignaturas de Historia en los planes de E.S.O. y Bachillerato dentro de la nueva ley de educación o LOMLOE. Sus contenidos se desarrollan en dos proyectos de reales decretos que establecen la ordenación y las enseñanzas mínimas de ambas etapas educativas. Al margen de los objetivos que se señalan, en el caso de Bachillerato se incluyen en el currículo disciplinas como la Historia de España o la Historia del Mundo Contemporáneo, especialmente para los alumnos que escojan la modalidad de Humanidades y Ciencias Sociales. Estas asignaturas se estructuran, en un afán de coherencia, según reivindica el texto de proyecto, en tres bloques: “Sociedades en el tiempo”, “Retos del mundo actual” y “Compromiso cívico” y en ambas se pone el acento en la contemporaneidad hasta llegar a nuestros días.
En el caso de Bachillerato, este afán por olvidar otros periodos de la Historia ha provocado numerosas críticas por parte de profesionales que, con razones de peso, han reivindicado el papel de la Prehistoria, de la Historia Antigua, Medieval o Moderna en el diseño curricular de estas enseñanzas. El debate no es nuevo. Ya en el siglo XVI un afamado cronista (y político) como Guicciardini (como nos recuerda R. Kagan) consideraba que el historiador debía escribir sobre hechos contemporáneos, pues del conocimiento de los mismos el ciudadano podía sacar consecuencias saludables para el bienestar público. De alguna manera, y conforme a las directrices de Maquiavelo, la historia se ponía, ya entonces, al servicio de la política. Y hemos conocido ya varios diseños educativos diferentes desde hace muchas décadas con un mismo fin. Salvando las distancias, seguimos, antes y ahora, en el mismo debate que tiene a bien demandar la importancia de la Historia en la formación de los ciudadanos.
No obstante, siendo esta una cuestión muy importante (y reivindico en mi caso, por interés propio, el papel que deben jugar en el currículo los siglos XVI, XVII y XVIII en, por ejemplo, la historia de España, para entender nuestro presente), la cuestión que subyace es otra. En gran medida, en los más de 800 folios de ambos proyectos, el contenido de las asignaturas es, para sus redactores, lo de menos. Es cierto que se recogen temas diversos y necesarios, pero sin ningún tipo de orden ni de sistematización, en contra de lo que ha sido y es la forma de entender la disciplina por parte de los profesionales. En lo que se detiene es en un sinfín de competencias vagas, abstractas e imprecisas que dejan al docente y al alumno en el limbo de la indefinición, y así se deja ver en el contenido de los temas que propone. Pero esto tampoco es nuevo: todos somos conscientes, desde hace varios años, de que, por ejemplo, la docencia universitaria se ha poblado, en la búsqueda de una pretendida «utilidad», de «competencias». Y, en ambos casos, los contenidos pasan a tener, al menos para determinadas instancias administrativas, un lugar secundario.
Salvar el pensamiento crítico
Mas, apuntar y numerar competencias, sin precisar contenidos, es un canto al sol. Los proyectos educativos deben nacer de un consenso en el que se establezca qué es lo que se quiere que aprendan los alumnos de una manera concreta y clara. Y la enseñanza de la Historia, pese a lo que algunos pretenden, se basa en el rigor cronológico (que en el proyecto ni está ni se le espera) y en la sistematización de la información; supone memorización (¡sea anatema!), como paso previo y necesario a la interpretación, a la discusión y a la explicación de causas y consecuencias; supone el aprendizaje de un vocabulario (la anticuada retórica) y de unos conceptos precisos; implica, cómo no, comparar y relacionar. Sin embargo, el proyecto reivindica más el método (¡alabado sea!) que la transmisión de saberes (¿el qué?) tanto los tradicionales como los nuevos que, afortunadamente, ha ido incorporando la historiografía; pone el acento en la innovación docente (sinónimo de modernidad) más que en un profundo conocimiento de la materia por parte del profesor (¿para qué?). En definitiva, en el fondo, privilegia el método, cuando este debe subordinarse a la transmisión de los contenidos útiles (no utilitaristas). Pues el aprendizaje de la Historia, como el del resto de materias, supone alimentar la cultura del esfuerzo y fomentar la veneración de la verdad (¡qué antiguo!).
No podemos dejar de alabar la Historia como disciplina. Enseñar y aprender Historia puede contribuir a la maduración de los estudiantes, al mismo tiempo que permite apreciar, en su justa medida, la importancia de unos profesores bien formados. Aprender Historia, no con vacías vaguedades sino con contenidos (hechos, fechas, individuos, grupos, ideas, causas, consecuencias…), sin consignas ni dogmas, contribuye a que aprendan a argumentar y debatir sin maniqueísmos absurdos, a que desarrollen, en un sano inconformismo, el pensamiento crítico (y esto sí, seamos justos, lo tiene en cuenta, al menos en teoría, el proyecto). Esto es lo que ha caracterizado el estudio de las Humanidades en su conjunto. Es lo que puede ayudar a los alumnos a enfrentarse a las complejidades de nuestro mundo y debe ser uno de los fundamentos de una sociedad comprometida y democrática.