Patricia Highsmith: «Soporto el hambre y el frío, pero no al prójimo»
Se publican los diarios de la escritora, un retrato en primera persona de sus obsesiones, preocupaciones y sentimientos que ayudan a comprender mucho mejor a una de las escritoras más esquivas de la literatura
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Como en sus novelas, Patricia Highsmith acabó envuelta en un halo de misterio. A medida que alcanzaba el éxito, la escritora se volvía más distante y hosca. Solo la publicación periódica de sus libros devolvía a los lectores el eco de su nombre. Sus personajes, tramas y sólidos argumentos aludían a un intelecto de extrema complejidad, asaltado por inquietantes sentimientos provenientes de su reflexión sobre la culpa, la responsabilidad, la muerte, la pasión, la sexualidad o la propia identidad. Ideas que pueblan y salpican su obra.
Unas pocas semanas antes de que sobreviniera su fallecimiento, la novelista reveló a sus editores que en su residencia de Suiza, conocida como el búnker por su meditada austeridad y donde transcurrieron los últimos quince años de su vida, dejaba un abultado legado: una inesperada colección de dieciocho diarios y treinta y ocho cuadernos. Un elocuente testimonio de casi ocho mil páginas escrito en un fluido inglés intercalado por expresiones, frases o palabras originales procedentes del francés, el español o el alemán. «Nos resultó una confesión sorprendente –comenta Anna Von Planta, editora de la escritora durante esa época–. Ella siempre separaba la persona del personaje, y de la persona no se sabía nada... Depués de eso, fuimos a por este formidable legado y nos pusimos a rebuscar en su casa, pero no lo encontrábamos. Nos sentíamos como auténticos detectives intentando averiguar dónde se encontraba. Cuando estábamos al borde de la desesperación, me pregunté dónde, si fuera ella, escondería mi tesoro más preciado. Me dije que estaría en un lugar fresco, al alcance y que pasara desapercibido a la luz del día. Con esa idea me fui al armario de la ropa y, justo detrás de unas sábanas, aparecieron estos 56 volúmenes, junto a una tonelada de relatos de jóvenes mujeres».
Anagrama publica una selección de estos pasajes en «Diarios y cuadernos. 1941-1995», un extenso volumen de 1.262 páginas que recoge lo esencial de este valioso conjunto que hasta ahora no había llegado al público. La edición, hecha a cargo de la misma Anna Von Planta, y que presentó junto a los editores Jorge Herralde y Silvia Sesé, y la representante de los derechos de la autora, Susanne Bauknecht, representa una suerte de autorretrato literario donde Patricia Highsmith no elude ni esconde nada, ni siquiera sus acentuados prejuicios que sentía hacia los judíos o sus reticencias hacia la vida en Estados Unidos. La obra arroja una potente luz sobre su impenetrable carácter, que resultaba tan célebre como su literatura. «Puedo soportar con facilidad el frío, la soledad, el hambre y el dolor de muelas, pero no puedo soportar el ruido, el calor, las interrupciones ni al prójimo».
Primeras experiencias
El libro aparece dividido en cinco periodos que se corresponden con los lugares en los que vivió, empezando por Estados Unidos y terminando en su última residencia, en Suiza. Dibuja con una extremada pulcritud, lo que se dilucida con facilidad por el cuidado que la escritora puso en su elaboración, la evolución de sus emociones y pensamientos desde 1941 hasta casi su fallecimiento. Highsmith consignó desde sus primeras aventuras nocturnas en Nueva York hasta su temprana obsesión por el trabajo literario, que nunca abandonó, hasta el punto de convertirse casi en una patología («estoy deprimida porque no estoy activa trabajando, escribiendo, y mucho menos dibujando»). Su impresión que «un día sin trabajar es un día perdido» es una constante.
Aquellos primeros años de independencia en Manhattan resultaron determinantes para su formación. Articulaban de una manera aleatoria sus frenéticas lecturas de los clásicos (Joyce, Homero, Poe, Shakespeare...), la diversión en bares y discotecas, el trabajo (en la industria del cómic, una faceta apenas conocida) y la dedicación a sus primeros e iniciales textos. «Nos cuenta su vida –insiste Von Planta–. En aquel momento lo que hacía era despertarse, desayunar, ovillarse en la cama de nuevo, soñar despierta, rodearse de borrachos por la noche, escribir de superhéroes. Es aquí donde aprendió la economía del lenguaje y a dibujar personajes con tan solo unos pocos rasgos. Ella se sentía cómo una prostituta, en el sentido de que durante el día escribía textos para otros y de noche escribía para ella misma».
Los diarios están salpicados de frases memorables que nos brindan una radiografía ajustada de su psicología: «La más intensa de todas las emociones es la sensación de injusticia», escribe en un momento. Más adelante, redacta: «El hombre es más inteligente que los dioses y lo sabe de manera inconsciente, así que se siente culpable por su superioridad, de modo que la niega». Esta entrada, de hecho, podría servir para definir algunos de los personajes, henchidos de orgullo, que jalonan sus obras. Al igual que esta otra cita donde asegura: «A mí me interesa más la moral de una persona despojada de convencionalismos». Una conclusión que le pone en comunión con Tom Ripley, un personaje que se le apareció por primera vez en Italia y con el que tanto se identificaría la escritora.
En estos dietarios hay hueco para sus relaciones con mujeres y amantes o desgranar de manera abierta o tangencial sus frustraciones, reflejar sus escondidas flaquezas y también sus grandes contradicciones. Al inicio de estos dietarios comenta con desparpajo: «El sexo, a mi modo de ver, tendría que ser una religión. No tengo otra. No siento otro impulso, de devoción, de algo, y a todos nos hace falta una devoción hacia algo aparte de nosotros mismos, aparte incluso de nuestras más nobles ambiciones». Hacia el final de su existencia, sin embargo, ha cambiado de opinión y suscribe un pensamiento totalmente opuesto: «El sexo y el alcohol los refuto así: el alcohol no vale lo que cuesta, como fuente habitual de placer e inspiración. Y el sexo es un engaño. Un engaño tan grande como una de esas atracciones de medio pelo de Coney Island. Y más sobrevalorada que un viaje a Pike’s Peak». La vida dejaba su peculiar factura en esta autora que llega, incluso, a incluir unas reglas para la supervivencia.
El asunto más espinoso es el claro antisemitismo que mostró. Hacia el último tercio de su existencia, atacó sin reparos el catolicismo, a los franceses (sobre todo su sistema impositivo) y a los judíos. «El antisemitismo estaba presente, aunque se manifiesta de manera distinta en cada fase de su vida –comenta Von Planta–. En los cuarenta estaba más presente porque era más habitual. Ahí están Charles Lindberg, o Henry Ford. En los cincuenta y sesenta no aparece, pero vuelve en los 70 y 80 donde se posiciona con claridad. Habla contra Israel...Se volvió muy agria hacia todo. Cuesta creer que una persona optimista se encerrara tanto y que solo le quedara el recuerdo de su juventud, que era lo que le mantenía viva».