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Patricia Highsmith, cien años estudiando el odio

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de la estadounidense, la reina del suspense, que tenía una personalidad contradictoria (insoportable pero espléndida), ocultó que tenía cáncer y fue quien mejor profundizó en el alma y la psicología del criminal a partir de los sentimientos de ira que albergó desde niña
Alex GotfrydCORBIS

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Uno de los autores contemporáneos más importantes en el género detectivesco, Raymond Chandler, en su libro «El simple arte de matar» (1944), dijo que Dashiell Hammett, el autor de obras como «El halcón maltés», «devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver», dando un paso más allá de la novela de intriga burguesa; Patricia Highsmith, por su parte, dará la espalda a todos los antecedentes dentro del género policial y se interesará por el alma del criminal, por sus deseos más oscuros. El resultado será una introspección en la parte más díscola y perturbada de la mente humana. Sus lecturas de filósofos como Nietzsche, Kierkegaard o Sartre, o de científicos como Erich Fromm y Karl Menninger, irían en consonancia con su manera de plantearse sus retos narrativos que nada tienen que ver con los pertenecientes a la novela negra. Highsmith, reconocida como sin discusión como maestra de la novela negra, nació tal día como hoy hace un siglo, pero Anagrama, su editorial española, sigue reconociendo su legado con la cumplida publicación de su obra completa. La reina de la novela negra está más vigente que nunca.
Un estilo transparente
El más famoso de sus personajes es el seductor criminal John Ripley, protagonista de cinco de sus obras, pero también destacó como autora de relatos; de sus novelas y de sus cuentos hay un gran número en la editorial Anagrama (acaba de aparecer «Tom Ripley. Volumen II», de 900 páginas): tanto aquellos que tuvieron una notable relevancia, como «Pequeños cuentos misóginos» o «Crímenes bestiales», como los que quedaron inéditos a su muerte o bien no fueron recogidos en libro, tras su publicación en diversas revistas norteamericanas y europeas, pero que ofrecen una magnífica panorámica de su evolución literaria desde los años treinta hasta su muerte: nos referimos a un par de ediciones que vieron la luz en castellano a comienzos de nuestro siglo: «Pájaros a punto de volar» y «Una afición peligrosa». En este, aparecía una Highsmith ducha en inventar caracteres psicológicos e intrigantes, con un estilo transparente, que atrapaba la atención de toda clase de lector desde la primera línea puesto que, como afirmaba Paul Ingendaay en el epílogo, la autora deseaba desde joven aunar calidad artística y comercial.
Su ídolo más temprano, Oscar Wilde –cuya tumba vio emocionada en su visita a París de 1962– dijo que «hay algo infinitamente vulgar en las tragedias de los demás» (en «El retrato de Dorian Gray», para más señas). Y esa es la impresión que uno tiene al leer las vicisitudes de la escritora cuando intenta unir vida y obra, viendo cómo ambas han interactuado y se han retroalimentado: la vulgaridad de su ascendencia –una madre histérica y un padrastro que le resultaba odioso– y la vulgaridad que ella misma construyó a base de neurosis y misantropía; todo nacido en una infancia traumática que iba a marcar su literatura y sus relaciones personales, hasta que le llegó la muerte en Locarno, Suiza, en 1995.
«Las obsesiones son lo único que me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me guía», dijo en su diario de 1942. Y a fe que es cierto, como vio Joan Schenkar en «Patricia Highsmith. El talento de Miss Highsmith» (Circe, 2010). En el prólogo a este libro, la biógrafa señala esa frase rotunda, y a lo largo de él ofrece las claves para conocer el hondo laberinto emocional y creativo de Highsmith, a partir de los numerosos «cahiers» –ocho mil páginas de cuadernos y diarios– que esta dejó escritos y ordenados con escrupulosidad. La autora era una adicta a hacer listas de todo tipo, a la limpieza, a tener caracoles como mascotas y a los Martinis, entre otras muchas cosas. Sufrió anorexia, depresiones, alcoholismo, enfermedades hematológicas y arteriales y hasta un cáncer de pulmón, pero evitó mencionar su mala salud en público. Era una lesbiana promiscua y a la vez anotaba pensamientos misóginos. Ingeniosa, desagradable, una solitaria que tenía gran vida social, de mil formas fue descrita Highsmith.
Su historia es la de una huida imposible: huir a Nueva York, Pensilvania, Italia, Inglaterra, Suiza; imposibilidad de escapar ante la tortura de los recuerdos y sentimientos. Odia con la pasión de una enamorada a su madre (Schenkar habla de que esta, Mary, ilustradora de moda, fue su «verdadero amor que no se atrevió a decir su nombre»); la detesta pero parece no poder vivir sin sus opiniones. Insultos, agresividad, cartas llenas de veneno en las palabras, por años y años, aun separándolas un océano. El odio justifica la vida de Highsmith, como si la atara a la infancia maltrecha desde que su divorciada madre se la llevara de Fort Worth para imponerle un padrastro del que tomará su apellido (ella se llamaba Mary Patricia Plangman).
Tendencias asesinas
Una infancia que no está curada y que va a sangrar cuando, por un lado, descubra en casa un libro que la iba a fascinar para siempre, «La mente humana» (1930), del psiquiatra freudiano Karl Menninger, que le proporcionó «modelos clínicos con los que comparar sus propios estados mentales cambiantes», y por el otro, la realidad social neoyorquina se abra a sus instintos. Y es que, una vez instalada en Nueva York, vive junto a un manicomio y una cárcel, junto al canal de Hell Gate y el ferroviario hacia Canadá. «¿Puede haber algo más contundente que este plano? En Astoria (Queens), a los nueve, diez y once años, la pequeña Patsy Highsmith, ’'que ya tenía tendencias asesinas y melancólicas’', se halla frente a ’'unos puntos cardinales’' formados por ’'el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el Infierno’', las ’'coordenadas [...] del Territorio Highsmith’'», escribe Schenkar.
Pat conocerá a su padre biológico a los doce años; en su actitud y cuadernos se muestra antisemita, xenófoba y racista; lee «Mi lucha», de Hitler; ve un potencial asesino en cualquier tipo con el que se tropieza en la calle. Mujer insoportable para unos, pero espléndida para otros; como en el caso de Truman Capote, que en una carta a la directora de la residencia Yaddo, donde él pasó una temporada, recomienda en 1948 a «una escritora joven» que «tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes. Además, es una persona encantadora, verdaderamente educada, alguien que te va a caer bien, seguro».
En efecto, a Highsmith le llega una invitación de ese centro de escritores, músicos y artistas, donde pasará dos meses escribiendo «Extraños en un tren» –su debut narrativo, que adaptaría al cine Alfred Hitchcock–, bebiendo mucho y teniendo diversos romances. En 1943 había empezado una andadura que siempre ocultará, avergonzada, como guionista de cómics, en un periodo en que esta industria emergía con fuerza en los Estados Unidos. Lo interesante de ello es ver cómo Schenkar relacionaba la pulsión de huida de Highsmith, su vínculo con los superhéroes –«escapistas natos»–, con la concepción de su máxima figura, Tom Ripley. Superman o Batman «habitan en un mundo de constantes amenazas y se pasan la vida huyendo de peligros externos [...] evitando que se desvele la identidad de sus álter ego». Y lo mismo le pasa al farsante y estafador Ripley, «el escapista más conseguido de Pat», el asesino que siempre se escabulle, aquel que sí llegó a huir de verdad.

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