Lo que la cultura debe a Franco (y al revés)
El dictador que acabó en la sección de congelados
El régimen supo instrumentalizar el arte de vanguardia como herramienta de legitimación internacional
Finalizado el periodo de posguerra, y en pleno proceso de «normalización internacional de la dictadura», el franquismo supo instrumentalizar el arte de vanguardia como una herramienta de legitimación internacional: el grupo El Paso y el informalismo se convirtieron en el emblema perfecto de una España aparentemente moderna, abierta y alineada con los códigos culturales occidentales. Esta operación funcionó como una forma temprana de «soft diplomacy», destinada a maquillar la rigidez ideológica del régimen y presentarlo como compatible con los valores democráticos de la Guerra Fría.
Sin embargo, esa misma estética que el Estado exhibía como prueba de apertura fue, al mismo tiempo, el vehículo que muchos de estos artistas –en público de forma velada, en privado de forma explícita– utilizaron para erosionar simbólicamente al franquismo. Aceptaron ser instrumentalizados porque esa normalización dentro del sistema les permitía ganar espacios de visibilidad y autonomía desde los cuales articular una crítica más profunda. La paradoja es clara: el franquismo se valió de la vanguardia para anunciar una modernidad ficticia, mientras que la vanguardia se valió del franquismo para infiltrarse en sus grietas.
Una vanguardia oficial
El resultado fue una «vanguardia oficial» en la que –como se acaba de anotar– la crítica al régimen adquirió una forma lo suficientemente encriptada como para que la estructura represora de este no hiciese sonar las señales de alerta. Únicamente en privado –dentro de los estrictos círculos de confianza–, los artistas españoles se atrevieron a mostrar obras que hacían mención directa al dictador. Recuérdese, por ejemplo, la colección de dibujos de Antonio Saura que, bajo el título de «Mentira y sueño de Franco, una parábola moderna», se expuso, en el año 2020, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Realizados entre 1958 y 1962, y ocultos durante muchos años por motivos evidentes, esta serie contenía una joya desconocida en lo que a la mofa del Caudillo se refiere: la pieza nombrada como «Energía vital, 1953, primer Consejo Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS», en la que Saura representa el pene flácido de Franco pendiendo lamentablemente en el vacío y en oposición manifiesta a esa «energía vital» a la que alude el título.
Durante la década de 1960 y hasta la muerte de Franco, la figuración crítica desplegó una estrategia de deconstrucción del imaginario franquista que contrastó con las formas más celebratorias del pop y el hiperrealismo internacionales. Cabe destacar, en este sentido, el caso de Equipo Crónica y el constante uso crítico de la iconografía del régimen –a la que se desnuda irónicamente para evidenciar su omnipresencia como elemento de propaganda, símbolo de poder y fantasma político–. De igual manera, Equipo Realidad se mostró, desde su creación, como una propuesta artística políticamente comprometida, con múltiples trabajos que desmontan con lucidez el aparato simbólico de la dictadura. Y, naturalmente, no puede dejar de mencionarse la figura de Eduardo Arroyo, quien, desde el exilio parisino, produjo un políptico como el de «Los cuatro dictadores», que, expuesto en la III Bienal de París, provocó las protestas del gobierno español.
La libre expresión
La llegada de la democracia proporcionó a los creadores españoles de un contexto de libre expresión y seguridad jurídica para urdir potentes y rigurosos discursos en el marco de la memoria histórica. Autores como Francesc Torres, Darío Villalba, Daniel G. Andújar, Rogelio López Cuenca o Pedro G. Romero –por citar solo una representación de este grupo– se han desenvuelto entre el archivo, el simbolismo y la literalidad para denunciar la violencia estructural del franquismo.
Sin duda alguna, y dentro de la representación directa de la imagen del dictador, el artista que ha marcado el debate en torno a la persistencia del franquismo no es otro que Eugenio Merino. «Always Franco» (2012) mostraba una escultura hiperrealista de tamaño natural de Franco introducida en una máquina expendedora de refrescos. La máquina refrigeradora funciona como un marco conceptual que transforma al dictador en mercancía, reliquia y residuo. Su cuerpo –mantenido deliberadamente a baja temperatura– nos habla de su persistencia simbólica. Merino, en colaboración con Darío Adanti, es también el creador de la «performance» «Chistes contra Franco» (2024), en la que se ofrece una lectura de chistes anónimos que circulaban clandestinamente durante la dictadura, y que sirvieron como corrosivas críticas al régimen.