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Música

Bob Dylan en el Budokan: refugio contra la tormenta

La nueva entrega de sus "Bootleg Series" recopila sus famosos conciertos de 1978, el enésimo giro estilístico de un artista que buscaba una terapia musical extrema

Bob Dylan, American singer and musician, during a tour in Europe. London, on June 16, 1978.
Bob Dylan, en el autobús de su gira, en una imagen tomada en 1978 Jean-Pierre Couderc AFP

Aquel año 1977 fue absolutamente devastador para Bob Dylan. Inmerso en una cruenta batalla judicial por su divorcio de Sara, su vida se hacía más y más excéntrica enredado en montañas de alcohol, cocaína y mujeres. No le quedaba otra cosa que hacer música. ¿Pero de qué tipo? La respuesta fue absolutamente radical y eso es lo que mostró en sus conciertos del Budokan japonés de 1978. Publicado como disco doble, ahora llega una versión extendida, «The Complete Budokan 1978», con 58 canciones que recogen los conciertos del 28 de febrero y 1 de marzo. Allí fue donde encontró su refugio contra la tormenta.

El álbum original –editado inicialmente solo en Japón y más tarde ya en todo el mundo- incluía 22 temas de los dos conciertos apuntados. En 2006, se encontraron las cintas multipista originales de ambos conciertos y ahora llega nueva mezcla realizada por el ingeniero original, Tom Suzuki, y que en su versión de 4 CDs cuenta con nuevas ilustraciones del director artístico original, Teruhisa Tajima, con un libro de 60 páginas con fotos inéditas, tour-book de 20, réplicas de entradas, dos carteles y dos anuncios impresos facsímiles. Un sueño para todo completista dispuesto a dejarse más de 160 euros.

Bob Dylan: aquel legendario sótano
Bob Dylan: aquel legendario sótanolarazon

Terapia estilística

Lo que encontrarán los neófitos será radicalidad extrema, un Dylan absolutamente alejado del sonido que le había caracterizado durante los 15 años de carrera anterior. No solo era una banda que incluía saxo, coros góspel, percusiones, violín y demás, sino arreglos extremos que convertían muchas de sus canciones en irreconocibles, unos más afortunados que otros. «Dylan en Las Vegas», llegaron a simplificar muchos medios. Pero era lo que necesitaba entonces un hombre que parecía querer huir de sí mismo a través de una violencia estilísitca realmente atronadora. Para conocer a dónde había llegado aquel Dylan del Budokan es preciso saber de dónde venía. Su gira de 1975 y 1976, la legendaria Rolling Thunder Revue, había dejado grandes cicatrices. Aquel éxtasis musical, aquel insano tour, había terminado por despedazar su matrimonio con Sara, harta de sus extravagancias, excesos e infidelidades. «No puedo llegar a casa sin temer por mi seguridad», diría. Todo se plasmaría en una demanda de divorcio en la que no estaba dispuesta a perdonar nada. Y lo ganó todo: custodia de sus hijos y la mitad de los royalties de las canciones del artista hasta la fecha, entre otras cosas.

Aquello fue demoledor para Dylan. Solo le quedaba la música, pero no sabía qué hacer. Sin siquiera atisbar lo que le depararía el destino, en invierno se encerró en los Rundown Studios de Santa Monica. Literalmente. De hecho, dormía allí la mayoría de las noches. Hizo de él su hogar. Así de patético. Reclutó a varios fieles de la Rolling Thunder (Rob Stones, Steven Soles, David Mansfield) y luego siguió una de esas reglas que tanto le gustan: juntar a decenas de músicos que desfilaban por los estudios para finalmente seleccionar a sus favoritos a medida que iba encontrando un sonido que le gustaba. Ese caos en el que tan bien se solía mover.

Sin embargo, era un Dylan deprimido que a menudo se sentaba en un rincón mientras la banda hacía jams con sus canciones, muchas veces solo por pasar el rato a la espera de que el artista se moviera o diera alguna consigna, cosa que no siempre ocurría. Así pasaban los días y las noches. Pero Dylan lo grababa todo y luego lo procesaba. Y entonces descubrió que en la radicalidad, en la gran orquesta, se comenzaba a encontrar cómodo. El impulso definitivo ocurrió una noche, según relataba Rob Stoner: «Nunca olvidaré cuando llegó un telegrama de un promotor japonés con un listado de canciones que esperaba escuchar en un inminente tour. En otras palabras, era una ‘‘jukebox’’. No quería que llegáramos allí e hiciéramos un nuevo material experimental o una jam». Y, por supuesto, al final del telegrama venía una cantidad millonaria por hacer ocho conciertos en el Budokan de Tokio y tres más en Osaka.

A Dylan se le iluminó la sonrisa y tuvo unas de sus famosas ideas perversas: de acuerdo, iba a entregar todas esas canciones que le pedían, pero las haría a su manera, es decir, cambiando el sonido hasta hacer muchas de ellas irreconocibles. La parte lucrativa incluiría también un triple disco de recopilación, que se llamaría «Masterpieces», con todos sus éxitos, que por supuesto en nada se parecerían a lo que luego representaría en directo. Y como colofón, la edición de un álbum en directo solo para venta exclusiva en Japón, que luego se podría comprar en todo el mundo.

A partir de ahí, Dylan se puso manos a la obra y poco a poco se metió en una disciplina que le llevaría a completar un inmenso repertorio de más de 50 canciones arregladas especialmente para la ocasión una vez que entraron en la banda músicos tan fantásticos como el saxofonista Steve Douglas, el teclista Alan Pasqua o el batería Ian Wallace. Y para que nada le faltara, metió en la banda a la vocalista novata Helena Springs, su nuevo capricho sentimental.

Triunfar en el caos

La arriesgada propuesta musical tenía red de seguridad. Estaba convencido, y con razón, de que el público japonés se mostraría entusiasmado con la sola idea de ver a una auténtica leyenda de la música rock por primera vez en su país, con independencia del sonido presentado. Y allí se presentaron Bob Dylan y su orquesta, todos vestidos «muy Las Vegas». Y el triunfo fue absoluto, con miles de fanáticos aplaudiendo a rabiar cada una de las interpretaciones del «Mesías del Sol Naciente», como titularon varios medios japoneses.Lo cierto es que se vio y se escuchó a un Dylan inspirado y hasta interesado por mostrarse empático con la audiencia. Cantaba con convicción y entrega todas sus canciones mientras la banda ejecutaba con eficacia cada uno de los arreglos. Por supuesto, había arreglos groseramente fallidos («Don’t Think Twice», «Oh Sister», «Maggie’s Farm»), pero en cambio eran muchos más los que lograban capturar una emoción nueva, versiones brillantemente rejuvenecidas de «Mr. Tambourine Man», «You’re a big girl now», «Tomorrow is a long time», «Blowin’ in the wind» o «Girl from the north country».

Con todo aquello, Dylan encontró no solo un refugio contra la tormenta, sino una forma de sobrevivir. Después emprendería una gira mundial por Oceanía, Estados Unidos y Europa, completando en 1978 la asombrosa serie de 115 conciertos. Su voz, su nueva voz, iría creciendo en confianza hasta ofrecer shows realmente espectaculares en muchos aspectos. Al mismo tiempo, y con la confianza recuperada, volvería a escribir iniciando un periodo increíblemente productivo que comenzaría con «Street Legal», disco criticado en su día y que hoy, ya sin prejuicio alguno, se incluye entre parte de lo mejor de su obra. Efectivamente, Dylan lo había vuelto a hacer. Del caos y la desesperación había sacado su mayor genio en un paso tan osado como triunfal. Lo que empezó con un insultante telegrama acabó en una radical epopeya sonora.