Festival de Venecia

Cariño, he encogido a Matt Damon

El actor, empequeñecido hasta los 12 centímetros, protagoniza la sátira «Una vida a lo grande», de Alexander Payne, que inauguró ayer el Festival de Venecia

El actor Matt Damon, ayer en Venecia, fue la primera de las estrellas que se espera que visiten el Festival estos días
El actor Matt Damon, ayer en Venecia, fue la primera de las estrellas que se espera que visiten el Festival estos díaslarazon

El actor, empequeñecido hasta los 12 centímetros, protagoniza la sátira «Una vida a lo grande», de Alexander Payne, que inauguró ayer el Festival de Venecia.

Es una de las moralejas de «Una vida a lo grande», la sátira humanista con la que Alexander Payne inauguró ayer la 74 edición de la Mostra veneciana: cuanto más pequeños nos hacemos, cuanto más nos replegamos sobre nosotros mismos, más grandes son nuestros problemas, más inaprehensible es nuestro desconcierto. Tal vez por eso los festivales de cine internacionales tienden a crecer desmesuradamente para no tener que pensar en el sentido de su existencia, a pesar de que su excusa sea, por supuesto, la necesidad de apertura a otros formatos, a otros lenguajes visuales, que hace poco un certamen como éste habría tratado como perros verdes.

Una Mostra sin mujeres

Aunque le han llovido bofetadas porque se ha pasado por el forro la cuota de género –la china Vivien Qu es la única directora a competición, con la esperada película de Lucrecia Martel fuera de concurso; menos mal que Annette Bening preside el jurado–, Alberto Barbera, director artístico del certamen con más solera del planeta, está entusiasmado con su ampliación en el campo de batalla, que incluye un ambicioso programa de piezas de realidad virtual –con lo nuevo de Tsai Ming Liang entre sus hallazgos–, series de televisión, películas de Netflix y la recuperación del videoclip más influyente de la historia, el «Thriller» de John Landis, al parecer con un final distinto. No conforme con atender a las exigencia del futuro del audiovisual, se ha tomado muy en serio el papel de la Mostra como escaparate de las candidatas para los próximos Oscar: después de todo, los éxitos de «Gravity», «Birdman», «Spotlight» y «La La Land» avalan su olfato, y los grandes estudios han vuelto a confiar en Venecia para presentar los títulos de la temporada otoño-invierno. Es decir, para Barbera, como para Payne, el tamaño sí importa.

A «Una vida a lo grande» no le faltan ambiciones. Por primera vez, Alexander Payne y su coguionista habitual, Jim Taylor, trabajan en el marco de la ciencia-ficción distópica. Huelga decir que uno de los atractivos de la película es que la premisa resulte plausible, y en poco menos de diez minutos hemos comprado la moto. ¿Qué ocurriría si la ciencia pudiera convertirnos en humanos del tamaño de una abeja con falda, de una hormiga con barriga cervecera y 12 centímetros de altura? Todo, por supuesto, por el bien de la humanidad: ocuparíamos mucho menos espacio en la Tierra, la superpoblación no sería un problema, tampoco nuestra basura, y, lo mejor de todo, las clases medias, estranguladas por hipotecas que no pueden pagar, se convertirían en ricos ociosos, porque, en Diminutolandia, un dólar centuplica su valor. Ahora bien, ¿tendríamos derecho a voto? ¿Cómo nos mirarían los que pagan impuestos, los que siguen atados a su vida de 9 a 5? ¿Seríamos como inmigrantes en nuestro propio país? Es admirable que Payne y Taylor se planteen todas estas preguntas, no solo porque hacen relevante las consecuencias de su punto de partida, y las anclan en la realidad con una inteligencia y una claridad impecables, sino porque saben integrarlas en el patético drama individual de su protagonista, Paul (excelente Matt Damon, un Jack Lemmon de la era post-Obama), un buen hombre que necesita empezar de nuevo para encontrarse a sí mismo y reconciliarse con sus sueños. Es también notable la sencillez con que, visualmente, se resuelven los contrastes de escala entre Diminutolandia y el mundo real, demostrando que todo depende de la distancia focal del cristal con que se mire.

Paul, que podría ser el primo fofisano del Clooney de «Los descendientes», pasa a formar parte de un ecosistema que no difiere tanto del de un «resort» para jubilados en Florida. El «soma» de este mundo feliz es el dinero, ese fabricante de tiempo libre, autoengaño consumista y narcisismo hipócrita. La América con la que sueñan los votantes de Trump, por mucho que Payne, en rueda de prensa, se obstinara en tirar balones fuera cuando se le preguntó por el pesimismo de su alegoría política. Porque, por muy conmovedor que resulte el personaje de Paul, «Una vida a lo grande» es una película más oscura de lo que quiere admitir, al menos en lo que respecta a su retrato de la vida en comunidad, que Payne y Taylor identifican con el sectarismo hedonista o la paranoia ecológica con ecos bíblicos.

¿Humanismo es optimismo?

Probablemente, el mayor defecto del filme sea creer que el humanismo ha de ser optimista o no ser, de modo que, en su último tercio, aparece una historia de amor que reblandece y confunde la innegable brillantez satírica del conjunto para ofrecerle una oportunidad de redimirse a su protagonista a través de la solidaridad con los pobres de este mundo diminuto, que no son otros que refugiados. Por un lado, parece un giro un tanto facilón para un cineasta que, durante buena parte del metraje, ha sorteado obstáculos imposibles sin caer de bruces. Por otro, acelera de una forma un tanto postiza el itinerario moral de un personaje que aprende que quizás salvar a unos cuantos en el presente es mejor que creer haberlos salvado encerrado en una burbuja, aislado de la realidad. Otra vez, cuestión de escalas.