Crítica de “Bardo”: soy lo peor, soy el mejor ★★☆☆☆
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Dirección: Alejandro González Iñárritu. Guion: Alejandro González Iñárritu y Nicolás Giacobone. Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid, Íker Sánchez Solano. México, 2022. Duración: 159 minutos. Autoficción.
Decir que “Bardo” sufre del síndrome “Fellini 8 1/2″ sería quedarse corto. Tenemos, por supuesto, al creador, en plena crisis de la mediana edad, que ha perdido la fe en lo que hace, y que se angustia cuando la admiración y los celos que despierta se pelean con la sensación de vacío que siente en soledad, agujero negro que vomita todos sus fantasmas en un carnaval de las almas celebrado bajo el influjo del realismo mágico. Pero hay más, porque la culpa por sus pecados -la arrogancia, ahora manifestada por un ansia de desaparecer, otra forma de faltar al compromiso con los que más ama- es representada por las formas ampulosas, atléticas, no de su mundo -Silverio (Daniel Giménez Cacho) es documentalista intrépido- sino del de Alejandro González Iñárritu, cuyo acto de contrición no neutraliza sus opiniones sobre lo divino y lo humano, y menos sobre su condición de exiliado, o más bien apátrida.
El director de “Amores perros” amplía el campo de batalla de sus ansiedades a la Historia de México -¡esa conversación con Hernán Cortés sobre una montaña de cadáveres!- y a la política migratoria de los Estados Unidos -¡esa vergonzosa escena en las aduanas!-, porque su ego puede con todo: con el genocidio, con los republicanos, con los narcos, con la muerte misma. Si el título alude a ese estado de transición entre la muerte y la reencarnación, la película parece replegarse sobre sí misma, incapaz de perseguir su propia sombra, épica y grotesca, en una búsqueda estéril.
Lo mejor
Innegable el músculo visual de su puesta en escena, su virtuosismo técnico.
Lo peor
Es un ejercicio de narcisismo cósmico, que bascula entre la falsa modestia y la autoindulgencia.