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Crítica de Frankenstein: 'Los engendros son otros' ★★★★

Dirección y guion: Guillermo del Toro basado en la novela de Mary Shelley. Intérpretes: Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Felix Kammerer, Christoph Waltz. EEUU, 2025. Duración: 149 minutos. Drama.

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Los monstruos son los otros, no los que surgen de las sombras con una capa, dos colmillos y juran que jamás beben vino (pronto llegará el «Drácula» de Luc Besson para, asimismo, reconfirmarlo), no los seres extraños del bosque oscuro con los ojos en las palmas de las manos («El laberinto del fauno», 2006), ni los hombres anfibios considerados simples y tristes experimentos de laboratorios («La forma del agua», 2017). No, los monstruos son los otros, nosotros, de apariencia normal, entiéndanme, y oscuras pasiones apenas encerradas en el cuerpo. A pesar de que la propia Mary Shelley, en las páginas de su famosa obra, repitiera que aquella creación era aberrante y maligna, Guillermo del Toro no se lo creyó jamás, porque probablemente vaya incluso contra sus principios. He aquí para «callarle» en cierta forma la boca a la autora su versión de «Frankenstein», un personaje en este caso muy alto sin necesidad de pesadas calzas (Jacob Elordi, que lo interpreta, mide casi dos metros), definitivamente bello por primera vez en la historia del cine y la literatura, y a pesar de los estudiados costurones, y más humano que quien lo concibió con restos de cadáveres; un ambicioso dios, al cabo, que acabará fracasando. Esa visión la comparte el mexicano con el gran Tim Burton, para quien hasta un joven con las manos acabadas en afiladas tijeras se merece habitar entre, otra vez, nosotros, los mayores engendros tantas veces. No hubo ninguno igual o parecido ni en la Hammer.

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La historia es universal, y cuenta cómo la obsesión de un doctor por reanimar a los muertos y devolverlos a la vida le lleva hasta el nacimiento (en este caso, atado a una significativa cruz) de Frankenstein. Un ser que no habla apenas, que mira a su hacedor mientras intenta sacarle alguna otra palabra que no sea su nombre, Víctor, que repite con la misma letanía y devoción con la que muchos asisten a misa, que no puede entender las razones por las que esa misma persona decide, reconcomido por los celos, prenderle fuego después de que la mujer a la que ama mire con los ojos llenos de un húmedo e inmortal amor romántico e incluso carnal a Frankenstein, atado con cadenas en el chorreante sótano de la mansión. Que, tras escapar de las llamas, está condenado a vagar por el mundo solo, sin identidad, un marginado cuyo mayor crimen no recuerda, ni él ni quienes lo miran con terror y quieren arrancarles la piel remendada a tiras. La espléndida, visualmente maravillosa película de Guillermo del Toro nos sumerge en el pasado aristócrata de Víctor, cuyo padre, barón y cirujano, un tipo frío, lo repudia sin aparentes razones, para, luego, como Shelley, contar la historia desde el punto de vista del «verdugo» y la «víctima». Hasta un barco danés encallado en el hielo (escenas estas igualmente de una potente, refinada espectacularidad) llegan ambos protagonistas, pero, antes, igualmente notables momentos de acción y gore (la lucha con una manada de lobos y, después, desmembrando a tripulantes de la embarcación). Y, finalmente, llega el perdón cuando las cicatrices ya no significan nada. Frankenstein ha vencido en cierta manera, el inmortal que nunca quiso serlo.

Lo mejor: Visualmente posee una gran belleza que se quedará con nosotros ya para siempre.

Lo peor: Algún exceso «ornamental» de un director entregado del todo a su «monstruo»

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