Godard, sobran las palabras
Provocador eterno, el director está de vuelta y lo hace en 3D, aunque en las salas españolas se verá como una proyección convencional.
La película que van a ver ustedes, en el supuesto que hagan cola para disfrutar de la última ocurrencia de Jean-Luc Godard, no tiene absolutamente nada que ver con la que se proyectó en Cannes (o, sin ir más lejos, en Sitges) ante los consternados y apasionados elogios de la Prensa. Desconocemos la manera en que la distribuidora española de «Adiós al lenguaje» ha podido saltarse a la torera las estrictas instrucciones del cineasta francés, que sólo daba permiso, aquí y en la Patagonia, para que se estrenara en 3D. La supina estulticia del sector de la exhibición de nuestro país ha podido incluso con el derecho al «final cut» de Godard. Semejante experiencia catártica es, hablando en plata, como dar margaritas a los cerdos: no cuesta imaginar la cara de los exhibidores al enfrentarse con un filme que explora las tres dimensiones –en el 90 por ciento de los casos asociadas al cine de gran espectáculo– de un modo completamente inédito, poniendo contra las cuerdas los límites de la percepción. Hasta el punto, claro, que muchos habrán pensado que la copia proyectada era de mala calidad.
El mito del cigarrillo humeante
Serán los mismos que han olvidado que Godard es el hombre que sacó una Arriflex a las calles de París para convertir a Jean-Paul Belmondo en un mito de labios pegados a un cigarrillo humeante. El hombre que fue pionero en rodar con sonido directo. El hombre que soñó con inventar una cámara portátil de 35 mm para llevar en la guantera del coche y sacarla a la mínima que una imagen justa, o justo una imagen, se cruzara en su camino. El hombre que se lamentó de no haber grabado en vídeo el debate de los militantes de «La chinoise» cuando el vídeo era un lujo excéntrico que sólo se permitían Nam June Paik y Thierry Kuntzel. El hombre que ha buscado, desde sus inicios, la manera en que el progreso tecnológico pudiera hacer avanzar las formas del cine. La diva apocalíptica que, vaticinando la muerte del séptimo arte y de la civilización que contribuyó a su explosión expresiva, ha cavado hasta lo más hondo para volver a empezar. ¿Cuántas «primeras veces» lleva Godard? Imposible saberlo. Escucharle es dejarse seducir por sus contradicciones, por su celebración de un medio para condenar a otro, por su reticencia a mirar atrás cuando el devenir genocida de la historia de Occidente parece su principal preocupación.
Amar (o admirar) su obra es entender su soledad, su sociopatía, sus desplantes, sus ganas de llamar la atención. Fue en 1973 cuando le pidió dinero a Truffaut para financiar «Une vie simple» aprovechando para insultarle por haber hecho «La noche americana», que su compañero de fatigas escribió, en una carta de un rencor crudo, sincero: «Una chica en la BBC te llama para que hables de cine político en un programa sobre mí, le prevengo de antemano que te vas a negar a aparecer, pero mejor que eso, le colgaste el teléfono antes de que terminara la frase, comportamiento elitista, comportamiento de mierda, como cuando aceptas ir a Ginebra, Londres o Milán y después no vas, para asombrar, sorprender, como Sinatra, como Brando, comportamiento de mierda desde arriba del pedestal». Fue en esa época en la que, después de un grave accidente de moto, Godard empieza a trabajar solo, o casi, ensombreciendo la fértil colaboración con la que se convertiría en su pareja hasta ahora mismo, Anne Marie Miéville. Fueron los años del vídeo, los años en que el filósofo Gilles Deleuze afirma, extasiado, que Godard trabaja en absoluta soledad, «pero es una soledad múltiple, creadora (...) una soledad extremadamente poblada (...) él solo es una fuerza». Godard escogió caminar en solitario, para lo bueno y para lo malo. E igual que hizo con Truffaut y con tantos otros, sigue manifestando su desprecio mientras pide a gritos que lo admiren, lo comprendan o que «le devuelvan la pelota», para utilizar un símil de ese deporte que tanto le gusta, el tenis.
LePen «para salvar las apariencias»
En una larga e imprescindible entrevista publicada en «Le Monde» poco después de ganar el Premio del Jurado en Cannes por «Adiós al lenguaje» (ex aequo con «Mommy»), Godard recomienda a Hollande que nombre a Marine Le Pen como primera ministra («para salvar las apariencias, para hacer como que la cosa se mueve, aunque no se mueva realmente»); destroza en pocas palabras al quebequés Xavier Dolan, que en la ceremonia de clausura del Festival de Cannes no dudó en declararse abrumado por compartir honores con su ídolo («se trataba de meter en el mismo paquete a un director viejo que hace una película joven y a un director joven que hace una película vieja, que incluso ha copiado el formato de las viejas películas»), que se había quedado en su casa; y se lamenta por no haber recibido respuesta por parte de Gilles Jacob, presidente de honor de Cannes, tras enviarle una singular videocarta de disculpas por haber declinado, por enésima vez, su invitación al certamen. Muchos verán en su discurso las argucias de un polemista que quema sus últimos cartuchos, otros aplaudirán su obsesión por hablar alto y claro cuando parece haberlo dicho casi todo. Es difícil distinguir a la persona del personaje, porque el Godard inquieto, curioso, que sigue jugando a los dados con el universo, o que fue capaz de filmar el cosmos en un café agitado por una cucharilla, y el egotista desmedido, conforman, en fin, la desdoblada visión estereoscópica de uno de los artistas más importantes del siglo XX que aún sabe conjugarse en futuro a pocos días de cumplir 84 años.