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«La escuela de la vida»: Una Francia demasiado bucólica

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Director: Nicolas Vanier. Guión: N. Vanier y Jérôme Tonnier. Intérpretes: François Cluzet, Eric Elmosnino, Jean Scandel, François Berléand. Francia, 2017. Duración: 116 minutos. Drama.
Cuando Truffaut escribió su célebre artículo «Una cierta tendencia del cine francés», despellejando a esas películas académicas, de prestigio almidonado, a las que la Nouvelle Vague daría un bofetón en la cara, parecía referirse a una cinta como «La escuela de la vida». En ella se celebra la Francia bucólica, de provincias, casi bajo un orden feudal, en el que la vieja aristocracia –la de un benévolo Antiguo Régimen, que trata a sus criados con gesto caritativo, es amiga de los cazadores furtivos que profanan sus tierras y deja que un campamento de gitanos, que el director identifica con una panda de bailaoras y palmeros que parecen haberse escapado de un tablao flamenco para turistas, ocupe gratis su territorio– es retratada con sumisa bonhomía. La acción transcurre en 1930, con un huérfano de la Primera Guerra Mundial como protagonista, adoptado por el ama de llaves de un duque que aún llora la pérdida de su hija. Al principio se nota un aroma de cuento de Charles Dickens espolvoreado con el sentido de la aventura de Mark Twain: Paul, que así se llama el niño de ojos como platos azules, descubrirá, por un lado, los secretos de su biografía que le hacen ser tan remilgado, y por otro, despertará su cara más salvaje al lado de un sustituto de la figura paterna, ese anarquista entre enfurruñado y entrañable encarnado con francesa campechanería por François Cluzet. Rellena de tramposas distracciones –la sañuda rivalidad entre Cluzet y su némesis, el guardabosques interpretado por Eric Elmosnino, resuelta con un brusco volantazo de guión– y coronada por metáforas chuscas –ese ciervo con cuernos de diecisiete puntas que se convierte en animal mítico–, «La escuela de la vida» acaba siendo un melodrama ecológico, que, en la peor tradición del chovinismo galo, celebra los tópicos de ese tipo de «cinéma du papá» que ha sobrevivido a modas y rupturas.

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