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El artista de los calcetines blancos

larazon

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Budapest, enero de 2003. Eduardo Arroyo ultimaba muy desde la distancia los preparativos de una retrospectiva en el Museo Ludwig, situado en la orilla oriental del Danubio. Sin embargo, su máxima preocupación esos días era encontrar a un boxeador, de nombre Istvan Kovash, conocido en el cuadrilátero como Koko Kovash (también por La Cobra), campeón de los pesos medios, en 1996, en Atlanta, ante el cubano Arnaldo Mesa. Dio con él, después de perseguir su sombra por la ciudad –es un decir– y acabaron comiendo juntos en su propio restaurante. Kovash no entendía por qué el interés de un artista renombrado, un punto dandy, y que iba a exponer en un importante museo de la ciudad, se interesaba por él, un boxeador retirado después de recibir una gran paliza. Lo había tratado antes en Hamburgo, cuyos círculos pugilísticos Arroyo conocía bien, y seguía impactado por su caída e inteligencia. Recordaba cómo el argentino Pablo Chacón lo aniquiló en un combate, momento en el Kovash colgó los guantes. Arroyo insistía en justificar su obsesión por ese joven púgil: era el heredero directo de Lazlo Papp, el único húngaro que había peleado profesionalmente hasta entonces. Papp dejó una huella imborrable: el 6 de diciembre de 1963 peleó ante Luis Folledo en Madrid. Dudo que Arroyo pudiese asistir al combate, a no ser que cruzara la frontera clandestinamente, ya que se había «exiliado» en París, como los grandes.
Podrá entenderse que las pinturas y el libro que dedicó a Panamá Al Brown no sea una anécdota. Detrás de él, de Kovash, de Papp, de Folledo, solo había el interés de saber cómo se vence el fracaso. Me pareció que usar calcetines blancos con trajes a medida, como él hacía, era una manera de prevenir el fracaso. La pregunta era absurda, como puede verse, pero él contestó que con ese supuesto mal gusto (¡ni que fueran de tenis, como los de Michel Jackson!) estaba anunciando su derecho a pintar un mal cuadro. Y malos pintó muchos, porque, además, pintó mucho, en todos los órdenes de la vida político-cultural española. Le gustaba Picabia, De Chirico, Max Ernst, Derain, «fabricantes de cuadros malos, quizá geniales, pero fracasos», según me confesó en una entrevista.
Puede que Arroyo planificase su propio fracaso, porque en realidad lo que quería ser era escritor y no pintor, mundo, además, que detestaba. En este sentido, su pintura muestra unas carencias técnicas que él mismo evitó corregir a cambio de construir una estructura narrativa muy personal: Blancanieves –blanca, como mis calcetines, existía–, Byron, Joyce, Blanco White –doblemente blanco, como un par de mis calcentines– y sus queridos suicidas, Alberto Greco y el poeta y boxeador Arthur Cravan. No creía en la evolución de su pintura –qué remedio–, sino en que cada cuadro tuviera vida propia, como aquel misterioso deshollinador que un taxista atropelló en Zúrich, según su testimonio, manchado de hollín y tocado con chistera.
No fue fácil para Arroyo abrirse camino ante el peso de una hegemónica escuela del «informalismo socialdemócrata». No olvidemos que él trabajó durante un tiempo bajo la denominación de origen de «realismo madrileño» y no iría mal recordar ahora que se evitó por todos los medios –sin violencia– que expusiera en una muestra prevista en la Fundación Miró de Barcelona. Arroyo no renunció al cuerpo a cuerpo porque nunca practicó la filosofía zen, porque a él de lo que le gustaba hablar era de dinero. «Claro, Tàpies nunca habla de dinero», dejé caer buscando el títular. «No, el habla de Zen, de zéntimos», respondió. El tiempo ha pasado, incluso los que él llamó «artistas autonómicos».
No veía mal que los artistas hablasen de dinero, como hacen los toreros, y que olvidasen esa cursilería del «arte por el arte», esos «zéntimos» que se multiplican como gotitas de mercurio. No hay mayor satisfacción para un artista que usaba calcetines blancos que alguien se prive de algo por comprarle una obra.