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El «underground» despide a su poeta; por Sabino Méndez

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La muerte de Lou Reed supone la desaparición de la figura que simboliza mejor que nadie la música popular de vanguardia en la década de los setenta. Si Bob Dylan es responsable del principal himno rebelde de la década de los felices 60 («Like a Rolling Stone»), Lou Reed sería el padre de «Walk on the Wild Side», la canción que mejor definiría en qué dirección apuntaban las inquietudes de la música popular diez años después. Por seguir con las comparaciones –siempre odiosas pero pertinentes–, sin Dylan probablemente no hubiera sido posible el trabajo posterior de Lou Reed: el judío de Minnesota (Dylan) mostró lo que se podía expresar con los textos de la simple música popular y el judío de Brooklyn (Lou Reed) llevó esas posibilidades hasta sus últimas consecuencias. Un dato más para el ejercicio del comparatismo: Reed era indudablemente de una voluntad más libresca que su compatriota. Quizá se debiera a que su intención inicial era ser poeta y acudía de joven a las clases que impartía en la Universidad de Syracuse uno de los escritores que fundó «The Partizan Review», el poeta Delmore Schwartz, de quien se hizo gran amigo. Eso llevó a Reed a pretender, según sus propias palabras, trasladar la «Gran Novela Americana» a los terrenos del pop. Y lo cierto es que se puede discutir que no lo consiguiera, porque algunos de sus mejores trabajos, por ejemplo «Berlin», se estructuran como discos en los que cada canción funciona como un capítulo de una narración conceptual que engloba toda la obra. Una tendencia que Reed compartió con otros dos ilustres coetáneos: Ray Davies en Inglaterra y Serge Gaingsbourg en Francia.
Pero el trabajo que le llevaría a la fama mundial y al estrellato sería el álbum «Transformer» de 1973, en el que Reed practicaba con más precisión y síntesis las características de toda su obra: hablar de temas de la vida real que no se consideraban, por su crudeza, propios del pop del momento; también evitar la linealidad euclidiana de la simple enumeración de detalles del realismo y conseguir uno con profundidad de dimensiones, con volumen, en menos palabras. Además, el disco encaraba sin rodeos y con los ojos abiertos una reivindicación de un nuevo paradigma para la sexualidad, cambiando para siempre la imagen que se podía tener del ídolo pop, ejerciendo de banderín de enganche para el afloramiento de toda la homosexualidad oculta que rodeaba el mundo del rock y que Reed había conocido en la Factory de Warhol.
Sobrevivir a su leyenda
De hecho, pocos años después, el propio Reed convivió en pareja mucho tiempo con Raquel, un transexual. Todo ese fondo se condensa en «Walk on the Wild Side», la canción que cierra el disco y que, a día de hoy, ha superado el paso del tiempo para ilustrar con naturalidad hasta los anuncios publicitarios de nuestras cadenas de televisión. Gracias a ese éxito ecuménico se recuperaron entonces sus trabajos iniciales con sus incomprendidos e ignorados The Velvet Underground, al lado del artista plástico Andy Warhol, y fueron una influencia definitiva para el posterior movimiento punk.
Con Reed desaparece también un representante de esa generación de norteamericanos que, nacidos a principios de los cuarenta, sufrieron los desajustes de la inadaptación al obligatorio «sueño americano» (el propio Reed fue tratado con electro-shocks por sus arrebatos y depresiones cuando era adolescente). En cualquier caso, su mejor logro fue probablemente sobrevivir a su propia leyenda. Tras «Transformer» y «Berlín» fue notoria y conocida su adicción a la heroína. Sus temáticas desgarradas, realistas y crudas parecía que iban asociadas a un camino de autodestrucción personal. Instalado en lo inconfortable, el Lou Reed de finales de los setenta fabricaba discos incómodos («Metal Machine Music», de ruido industrial) y todo el mundo le auguraba un final de marginación y soledad. Pero no cumplió ese guión de los agoreros: consiguió abandonar sus adicciones y compulsiones, y se reconstruyó a través de diversas relaciones sentimentales (con Silvia Morales, con Laurie Anderson). Si bien jamás volvió a disfrutar ni de la popularidad ni del dinero de su época dorada, facturó en las siguientes décadas trabajos de primera magnitud como «The Blue Mask», «New York» o el enternecedor «Songs for Drella», en el que, muchos años después, recordaba a su fallecido compinche Andy Warhol. Fue una despedida lenta y larga de su anterior faceta de paseante de los lados salvajes. Y tal y como lo hubiera definido su admirado Raymond Chandler, fue un largo adiós, sabroso y reposado.
También desaparece con Reed uno de los principales testigos de cómo se creaba en otras épocas: abundan los rumores y leyendas en cuanto a decenas de horas de cintas gastadas en estudios en busca de la perfección, de productores con crisis de nervios debido a la tensión creativa y a las peleas conceptuales de cómo debía grabarse una canción. Todo eso nos habla de esos creadores que, de haber vivido en otro tiempo, probablemente hubieran sido poetas pero que, al cruzarse el rock en su camino, vieron las posibilidades de todo ese ruido eléctrico y del mercado popular para la poesía, creando una cosa nueva que no era ni el pop de siempre ni la poesía de antaño.
Único en un mundo uniforme
Los rostros, nuestras caras, están hechas, como el resto de nuestro cuerpo, en gran parte de agua. Y ese agua se evapora con facilidad cuando la enfoca el calcinador sol del paso del tiempo. Pero, más allá del rostro, la obra y los cambios que ha provocado en su tiempo permanecen. Ese es el principal legado de Lou Reed, haber levantado acta de un tiempo de cambio, en la moral, en las costumbres y en la manera de practicar la música popular. Si algunas figuras se convierten en emblemáticas es por haber dado fe de esos fenómenos de una manera única. Y lo único, cuando desaparece, es cuando más se nota cuán valioso resulta en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada día más uniforme.