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Hasta el síndrome de Stendhal

Una evolución de 200 años
larazon

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Una evolución de 200 años.
El Bicentenario del Prado pone de nuevo al Museo en el primer plano de la actualidad. Esa mirada hacia atrás constituye la esencia de la Historia, que debería de ser desapasionada y ecuánime, aunque también sea crítica. En nuestro país, es frecuente el elogio desmedido y el orgullo fácil, que van unidos a la consideración de que tenemos lo mejor en todo, aunque a veces no sea más que una ilusión, palabra que en español tiene un significado positivo.
El Museo del Prado, sin embargo, no es una ilusión de los sentidos, es decir, un engaño, y lo que comenzó siendo casi un depósito de cuadros de la colección real, según algunos para que Fernando VII pudiera remodelar y redecorar a su gusto las salas del Palacio real, se convirtió pronto, y más aún con el tiempo, en uno de los museos más importantes de la cultura occidental. La definición de «pinacoteca» le va bien, evidentemente, porque son las pinturas lo más significativo de sus colecciones, si bien esculturas, dibujos y estampas o artes decorativas enriquezcan asimismo sus fondos. Hay que agradecer a uno de los pintores de cámara de Fernando VII, el italiano Luis Eusebi, que recibió el título de conserje del Museo, la primera selección de las pinturas que se trasladaron al Prado, y la catalogación de esos fondos. Había visitado Eusebi museos y colecciones en Italia y en Francia y se le podría definir como un temprano historiador de arte y, desde luego, conservador de museo, y su criterio fue fundamental en el planteamiento original del Prado. Es interesante señalar que ese museo real en origen, nacionalizado en 1873, engrandecido con nuevas adquisiciones año tras año, al que se unió el Museo de la Trinidad por el que ingresaron cuadros relevantes de asunto religioso procedentes de las leyes de desamortización de los Bienes de la Iglesia, no era ya la colección real.
Se convertía en museo con personalidad propia, que pronto tuvo un impacto notable en los artistas españoles en el siglo XIX, como revelan las exposiciones nacionales de pintura, pero también en muchos más procedentes de otros países, que figuran en los tempranos libros de copistas, y al Prado se debe, sin duda, el influjo de lo español en la pintura francesa de mediados de ese siglo. Pero, ¿qué tiene el Prado de singular? ¿Qué lo define? No cuesta mucho darse cuenta de que es el elevado porcentaje de pinturas de la máxima calidad en sus fondos expuestos, y eso en todas y cada una de sus colecciones de variada procedencia y de todos los períodos.
La visita a los museos de pintura más importantes de Europa, y de Estados Unidos, nos deja ver determinadas salas específicas en las que disfrutamos de lo que se define como «obras maestras». En los museos flamencos, de artistas flamencos; en los italianos, de maestros de Italia; en los alemanes de pintura alemana, y así, de modo parecido, en todos los demás. Por otra parte, en esos museos, aunque hay salas en las que se reúnen esas obras de la mayor calidad e interés, hay otras en las que el nivel desciende, y se pasa por ellas con más rapidez, sin que despierten esa atención que solo surge de las obras singulares. En el Prado es difícil encontrar una de esas salas que se podrían definir como «de paso». La sorpresa es constante, del Bosco y sus obras maestras se pasa a Bruegel el Viejo y su «Triunfo de la Muerte», de la «Fuente de la Gracia», vinculada a Van Eyck, se alcanza la sublime grandeza del «Descendimiento» de Van der Weyden, para enfrentarnos a continuación a la mirada profunda e inquisitiva de Durero en su «Autorretrato».
Y si no es con el arte, el Prado asalta al visitante con la Historia, y el enfrentamiento con los Reyes católicos y sus hijos, con «María Tudor», de Antonio Moro, o «El príncipe Don Carlos», de Sánchez Coello, y llega hasta lo más profundo de nuestra sensibilidad actual al recordar momentos trágicos o gloriosos del pasado, como «Carlos V en la batalla de Muhlberg» de Tiziano. Con el maestro veneciano, el Prado alcanza una de las cumbres de su poder, porque nos lleva desde su temprana «Bacanal de los Andrios», a la «Dánae» y la «Venus y la música», helar nuestro corazón con su sereno «Autorretrato» final o «El entierro de Cristo», la «Magdalena» e incluso la visión espectacular de su «Gloria» en la que parecen haber entrado por el ojo de su aguja solo los poderosos. En la otra faceta del arte italiano del XVI y XVI, de nuevo hay que coger fuerzas para resistir el misterio de uno de los ángeles más decididos de la historia, el que dirige una mirada como de tirador de élite hacia la Virgen en la «Anunciación» de Fra Angélico. Es inútil intentar resumir las grandezas del Prado.
Con las pocas obras citadas no llegamos ni siquiera al sigo XVII. Nos quedan los grandes de Italia, los grandiosos flamencos como Rubens y Van Dyck, nada menos que Velázquez, del que todas y cada una de sus obras en el Prado son obras maestras sin necesidad de que las nombremos, de Zurbarán y Murillo, del misterioso Ribera, y nos hemos dejado atrás, la incomparable serenidad de Rafael, que empezó a buscar el escondido subconsciente de sus retratados, o la locura mágica del Greco y la fragilidad de Morales el Divino y los escorzos violentos de Tintoretto. Todo ello, sin que aún hayamos llegado al siglo XVIII, y entre tantos otros a la figura monumental de Goya, en el que uno tras otro sus cuadros son obras maestros incuestionables, y para entonces, antes de llegar a las «Majas», a las Pinturas Negras, a la «Condesa de Chinchón», a la «Familia de Carlos IV», al «Dos y Tres de mayo de 1808 en Madrid», el visitante puede haber sucumbido ya al síndrome de Stendhal.