Cultura

Historia

Fenicios en las costas de los metales

Recientes estudios huyen de la raíz latina de Hispania como «tierra de conejos» y abogan por su pasado fenicio, como ya se apuntó en el siglo XVII

Estatuilla de bronce y oro conocida como el «sacerdote de Cádiz» y que probablemente representa al dios Ptah.
Estatuilla de bronce y oro conocida como el «sacerdote de Cádiz» y que probablemente representa al dios Ptah.Ángel M. Felicísimo

Para la investigación especializada, hace tiempo que está claro que la palabra Hispania –que con frecuencia usaron las fuentes romanas para referir a la península ibérica– no tiene raíz latina. Ya desde el siglo XVII se propuso un origen lingüístico fenicio, derivado de «i-shphan-im» o, mejor, «i-span-ya». Los postulados iniciales proponían que habría que traducirlo como «isla o tierra de los conejos», algo que parecía refrendado por un inspirado Catulo, quien en uno de sus versos (37.18) hablaba de la Celtiberia como «cuniculosa»; esto es, «conejera». Pese al éxito de la idea en la cultura popular, la interpretación no terminaba de encajar, puesto que «shphan» haría más bien referencia a un damán, otro tipo de mamífero más parecido a una marmota o un conejo de indias por lo demás desconocido en la Península. De este modo, otros propusieron más tarde su traducción como «isla o costas del norte», entendiendo aquel norte por oposición a la costa africana. Finalmente, recientes estudios abogan por una traducción como «costa de los metales», ya que la raíz de «span» en fenicio significa batir metales, algo que desde luego casa mejor con lo que sabemos del comportamiento de los fenicios en estas tierras.

En efecto, la explotación del metal –por entonces abundantísimo en estas tierras–sería el pretexto que daría origen a intercambios culturales muy prolíficos con las poblaciones locales –la compleja cultura tartésica de la región de la desembocadura del Guadalquivir, con expansión posterior al valle del Guadiana, es un célebre ejemplo de ello– a través de la influencia de ideas, objetos manufacturados, tecnología e incluso creencias religiosas del otro lado del Mediterráneo. En aquella coyuntura, a partir de comienzos del I milenio a. C. se iban a producir los primeros cambios importantes para los pobladores de la península ibérica, que llevarían entre otras cosas a la difusión de la metalurgia del hierro, de la cerámica a torno, de la escritura o de la vida urbana.

Con anterioridad a la existencia de colonias fenicias, que se establecieron fundamentalmente en las costas del sur y el sureste de la Península a finales del siglo IX y comienzos del VIII a. C., hubo un período de frecuentación en el que los fenicios y otros potenciaron las redes de contacto comercial mediterráneas para abrir nuevos mercados y obtener los ansiados metales. Una vez las rutas y los contactos ya estuvieron bien establecidos, se consolidaron las rutas de navegación en altura. Visto de lejos parece fácil, pero no lo era tanto. Aquella forma de navegación requería del aprovechamiento de los vientos favorables para mantener una latitud constante allá donde las corrientes lo permitían. La tradición antigua a menudo indica que, a diferencia de los griegos, los fenicios y los púnicos –con fama de mejores navegantes– se guiaban con la referencia de la Osa Menor en vez de con la Mayor, lo que ofrecía mayor precisión dada su menor rotación en torno al norte celeste.

Evidentemente, la mejor época del año para navegar era en verano, como indicaba ya Hesíodo («Las obras y los días» 618-694) en el siglo VIII a. C.; y más por entonces, porque, según la información paleoclimática, desde mediados del siglo IX a. C. y durante dos centurias tuvo lugar un periodo de enfriamiento atmosférico que provocó la reducción de la actividad solar y un clima más húmedo, frío y ventoso. Por otra parte, en la Antigüedad no existía la cartografía náutica, con lo que las rutas de navegación dependían del conocimiento empírico y de la transmisión de conocimientos de unos navegantes a otros.

Con el tiempo, algunas de aquellas colonias que los fenicios establecieron en la península ibérica tendrían un importante desarrollo urbano y se erigirían en potentes ciudades que asentarían su particular dominio de aquellas regiones, a la par que abrirían vías de comercio estables hacia el Atlántico, donde tendrían lugar otras fundaciones coloniales –o de barrios fenicios en asentamientos locales– en las desembocaduras de los principales ríos que hoy se abren al océano en las costas portuguesas.

La arqueología de las últimas décadas ha aprendido mucho acerca de los esquivos fenicios y sus patrones de asentamiento e interrelación, y nos ofrece una información cada vez más precisa sobre el origen de aquellos primeros establecimientos, así como sobre la explotación agropecuaria, minera y pesquera que llevaron a cabo. Pero al igual que el paradigma del fenicio como aquel que vivía por y para el comercio es algo que hoy no se sostiene, la propia idea que tenemos de la colonización fenicia tiene también sus matices, y actualmente sabemos que en ese “fenómeno fenicio” hay que englobar no únicamente a poblaciones de origen semita sino también a otras del Mediterráneo oriental y centro-occidental como chipriotas o nurágicos (de Cerdeña) que también participaron activamente en el desarrollo de las rutas y en la interrelación con el rico mosaico cultural de aquellas «tierras de los metales».

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