Anécdotas de la Historia: Las aventuras de la cabeza de Cromwell
Cuando una tormenta derribó de una pica el cráneo del Lord Protector, comenzó a pasar a manos de coleccionistas o museos
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La cabeza le miraba desde el altillo de la chimenea. «No deberías beber tanto, Harry», decía la calavera. «Calla, Cromwell, que te devuelvo al cubo de la ropa sucia». El cráneo del viejo Lord Protector no entendía que la vida de Harry era aburrida. Se pasaba el día sujetando la alabarda, de pie, sin moverse, mientras los turistas hacían bromas sobre su bigote. Después pasaba por la taberna. Una pinta, otra, y a casa, donde nadie le esperaba. Por eso, cuando vio que la cabeza de Cromwell era derribada de la pica por la tormenta, no se lo pensó. La arropó con su capa y se la llevó. Corría el año del señor de 1685. Era martes para ser más preciso, poco antes de la última campanada del happy hour en el pub que frecuentaba el bueno de Harry.
«Por fin algo de compañía», pensó el soldado. Sacó la cabeza de Cromwell, la puso sobre la mesa y rodó como una sandía. Golpeó contra el suelo y botó hasta que Harry la atrapó. «Van a rodar cabezas». El soldado se rió mostrando que con solo cuatro dientes también se podía vivir. La cogió bajo el brazo y le enseñó la casa. «Sí, sé que es una cochiquera, pero oye, mejor esto que estar en una pica». «Bien. ¿Dónde la pongo? –pensó–. Ahí, encima de la chimenea, para charlar por las noches». Lo que no sabía el desdentado de Harry es que su mujer volvería a casa. Había que guardar el secreto. Pensó en decir que la calavera era la primera entrega de una colección para completar un esqueleto. Luego, que era la herencia de su tía Enriqueta, pero la muy puñetera seguía viva. Así que la cubrió con un sombrero y andando. Pasó el tiempo y Harry murió. Eso sí, dejó un papel a su hija en el que ponía: «Tu herencia está debajo del gorro que hay en la chimenea. El feo, no, el otro».
La hija, disgustada, puso un cartel en la puerta. «Se vende cabeza de Cromwell. Razón aquí». Pero nadie la quería, unos porque decían que no era auténtica, y otros porque no pegaba con las cortinas de su casa. Llegó entonces a Londres un comediante que la adquirió para su circo de pulgas. El numerito no solo era asqueroso, sino más aburrido que ver crecer el césped. Dicen las crónicas que luego la adquirió David Garrick, que curaba la depresión a base de risas, para su espectáculo cómico en el Covent Garden. Cuentan que salía con el cráneo de Cromwell en una mano, hacía una pausa dramática y soltaba aquello de «Ser o no ser». Las carcajadas eran épicas, aunque no tanto como cuando las hijas de Garrick jugaban a maquillar la cabeza de Oliver y le ponían las pelucas de mamá. Luego crecieron y contaron a todo el mundo que en un baúl, junto a otros cachivaches, guardaban la cabeza del Lord Protector.
La historia llegó a oídos de los hermanos Hughes, y pensaron en hacer negocio. «Oye, montamos una exposición y nos forramos». La compraron y la instalaron en un lujoso local de la londinense Old Bond Street, junto a marchantes de arte y la casa de subastas Sotheby’s. Los carteles decían «A Crown or a Halter?» (¿Una corona o un cabestro?). El título no era respetuoso con los animales, pero llamaba la atención. Era el año 1799.
El caso es que no sacaron ni un chelín, así que la vendieron a Josiah Henry Wilkinson, un fanfarrón que paseaba con la cabeza por las calles de Londres. «Mira, Cromwell, que señora más imponente», decía, o, «Son las cinco, ¿un té?». La gente se sorprendía. «Ese no es Cromwell. Trolero». La familia Wilkinson, harta de que los trataran de majaretas por creer que cualquier cabeza podía ser la del Lord Protector, llamaron a George Rolleston, un científico. El profesor la miró fijamente mucho rato, y luego un retrato pintado a carboncillo doscientos años atrás. «Podría», sentenció. No cobró por ello, claro, y ahí se quedó el tema.
Más ciencia, más, pidió otro Wilkinson, así que encargó en 1935 a Karl Pearson y Geoffrey Moranten, un estadista y un antropólogo, que estudiaran el cráneo. La conclusión fue que aquella cabeza había sido de alguien, sin duda, ya muerto, obvio, y que podía ser Cromwell. Los Wilkinson ya no aguantaron más. «Mira, darling, si no la entierras tú se la doy al perro», dijo la Sra. de la casa. Fue así cómo la cabeza del Lord Protector, aquel que se rebeló contra Carlos I, lo ejecutó y se convirtió en dictador, acabó en los jardines del Sidney Sussex College. Posiblemente era 1960.