Anécdotas de la Historia: El disfraz de Lenin para la toma del Palacio de Invierno
El líder ruso se deshizo del bigote y vistió peluca para uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la revolución
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Se ajustó la peluca sobre la calva. Picaba como mil demonios y hacía sudar. “¿Seguro que es de pelo humano? Huele a culo de mono”, dijo Vladimiro. Delante había una espectadora muerta de risa. Era Margarita Fofanova, que tenía un pisito en el distrito de Vyborgsky, a las afueras de Petrogrado. La mujer reía. El pequeño eran tan mono y tontorrón. Se ponía muy tierno cuando hablaba del paraíso comunista y de la dictadura del proletariado. “Venga, por favor, un poco de seriedad. He quedado para hacer una revolución”. Fofanova se mordió los labios. “A ver, ¿cómo me queda?”, preguntó el lábaro de la clase obrera dando una vuelta sobre sí mismo. “Bien, Vladimirito, bien”, dijo Margarita. “Te he dicho mil veces que me llames Lenin, Le-nin. Vladimiro solo me llama mamá”, dijo el ruso mientras la peluca se caía sobre sus ojos.
“A mí no me engañarías con ese gato muerto en la cabeza, Vladi… digo Lenin -apuntó Fofanova-. La policía de Kerensky te va a pillar“. Los dos se pusieron a mirar hacia arriba como si en el techo estuviera la solución. “Aféitate”, dijo ella mientras sonreía. Perilla, fuera; bigote, adiós. Todo el pelo para los Soviets. Con la cara pelada y una peluca gris podría dar el pego. Y si se ponía una gorra encima, bien apretada, ese pelo de origen desconocido no se movería. “Que sepas que de aquí no sales, Vla… digo Lenin”, sentenció la Fofanova mientras daba una vuelta de llave a la puerta.
Lenin estaba decidido. Además los chicos se iban a impacientar si llegaba tarde. En cuanto se quedó solo se vistió de campesino y se dispuso a salir. “Voy a dejar una nota para la posteridad, en plan Madame Bovary”. Cogió un lápiz, se humedeció los labios y escribió: “Marcho a donde no queréis que vaya”. La nota era un truño pero le daba un toque aventurero. Antes de salir, Lenin pensó: “¿Llevo el kit completo para hacer la revolución?”. El ruso miró su bolsa. A ver. Un piolet. Un lápiz para firmar sentencias de muerte. Octavillas para tirar entre los soldados. Ja. Se iban a enterar. Se leía bien: “Paz, pan y tierra”. El lema era tremendo, con gancho, irresistible. “Sí, lo llevo todo”. El padre de la nueva era revolucionaria salió a la calle. Al viento no le pareció bien, y nada más cruzar el umbral una ráfaga se llevó la gorra, y la peluca voló hasta una farola.
Bueno, al menos nadie lo había visto. Peor había sido cuando se hizo pasar por un obrero sueco sordomudo. Qué bochorno pasó. Todo porque aquel maldito espía bolchevique, que arda en el infierno capitalista, no encontró otro pasaporte. Y mira que tenía dinero suficiente de Berlín para haber comprado uno mejor. No sé, polaco, por ejemplo, o alemán. Una chapuza. Lenin no tenía ni puñetera idea de sueco. Así que cuando le paró la policía antes de coger el ferry bizqueó, señaló sus oídos y gangueó un poco. Viendo la cara de los guardias, el espía dijo: “Es tonto perdido. Eso, y que se quedó sordo y mudo cuando le pateó una mula”, remató para ser convincente. En ese momento Lenin lo decidió: apuntaría a ese tipo el primero en la lista de visitantes de la checa.
Ahora era otra cosa. Estaba en Petrogrado. Empelucado y afeitado. En la primera esquina apareció Eino Rahja, un tipo fornido con menos cerebro que un pepino de mar. Iba a ser su guardaespaldas. “Toma, camarada, ponte este pañuelo sobre la cabeza y anudaló a la barbilla. Te sujetará la peluca”. Era la noche del 24 de octubre de 1917. Si se concentraba un poco, Lenin podía escuchar las explosiones que anunciaban una nueva era. Era eso, o la dentadura batiente de Eino. “¡Policías!”, dijo el pistolero. “¿Qué hacemos?”, contestó Vladimiro, digo Lenin. “Haz lo mismo que yo. Sígueme”. El tipo agarró al jefe comunista por la cintura y empezó a dar tumbos. De pronto de su boca salió una canción: “El vodka que tiene Anastasia no es blanco ni tinto ni tiene color, Anastasia, Anastasia…”. Los dos guardias de la República no les miraron. “Dos borrachos más”, lamentó uno de ellos.
“Mira, ponte estas gafas. Eran de mi tía Julia”, dijo Eino. Así llegaron al instituto Smolny. En su día había sido la Sociedad para la Educación de Nobles Doncellas, pero ahora solo había bolcheviques de pelo en pecho. Así que, cuando Lenin entró dando tumbos, abrazado a un tipo, y con un pañuelo en la cabeza, los viriles comunistas sacaron sus pistolas. “¡Borrachos homosexuales, la perversión burguesa!”, gritó uno. Trotsky, que tenía más mundo, hizo que bajaran las armas. “Es el camarada Lenin, atontaos”, dijo. Y juntos organizaron ese día la toma del Palacio de Invierno, que fue más chusca aún.