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Largo Caballero, «el Lenin español»

De haber sido de derechas, hoy estaría cancelado: ni demócrata ni feminista, basó su liderazgo en la radicalidad y su mentalidad totalitaria fue clave para la Guerra Civil
Largo Caballero, junto a Margarita Nelken, en la bancada del Congreso en 1933larazonArchivo

Madrid Creada:

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«Nadie sabe quién es Blas Piñar pero sí Largo Caballero», dijo Ramón Tamames en la pasada moción de censura. Desde luego, es cierto, pero el personaje está tan edulcorado como muchos otros de la historia de la izquierda española. El PSOE ha colocado al político entre el mito, la ocultación y la mentira. No obstante, fue uno de los tipos más funestos del PSOE. Despreció la democracia, la paz y los derechos humanos. Tosco y sin formación, mal orador, basó su liderazgo en la radicalidad y la demagogia en el peor momento de la vida política española. Si Largo Caballero hubiera cometido todas sus tropelías siendo de derechas, actualmente estaría cancelado.
Tamames acertó, asimismo, al decir que «Largo Caballero es uno de los responsables de la Guerra Civil». Su mentalidad totalitaria y violenta enfrascó a nuestro país en un conflicto bélico pensado para hacer la revolución socialista. Largo Caballero no defendió nunca la democracia, ni siquiera la República. Siempre consideró que una y otra, la urna y el republicanismo, solamente servían para acercarse al «paraíso socialista».
En Ginebra, en 1934, dijo que el PSOE no creía en la democracia como «valor absoluto», y «tampoco creemos en la libertad». Ni fue demócrata ni feminista. De hecho, votó en contra del sufragio femenino el 30 de septiembre de 1931. Luego rectificó, como otros, pero solo por patriotismo de partido. No defendió la igualdad ni siquiera cuando fue ministro de Trabajo, porque su ley de contratos de 1931 establecía que la mujer únicamente podía trabajar previa autorización de su marido.
Largo Caballero nació en Madrid en 1869 y en 1932 asumió la presidencia del PSOElarazon
En septiembre de 1933 fue entrevistado en «El Socialista» por un joven Santiago Carrillo. En sus respuestas defendió «la dictadura del proletariado» como forma superior a la democracia, y los actos violentos sobre la derecha. «¿No es mil veces preferible la violencia obrera al fascismo?», dijo, cuando por «fascista» se tenía a todo el que no fuera de izquierdas, casi como hoy.
Sus palabras eran una llamada constante al derramamiento de sangre. Esa violencia estaba legitimada porque la revolución socialista «exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia». La misión del PSOE, anunció, era llevar «al proletariado a la revolución social», no a las urnas, y prepararlo «seriamente para la lucha». Son declaraciones realizadas entre septiembre y noviembre de 1933, con un Gobierno de coalición roto por su culpa. Un mes después perdía las elecciones, y en octubre de 1934 montaba una revolución contra la República.
El fracaso en la intentona revolucionaria no le importó. Insistió en eliminar a la derecha. La República era suya, y si dejaba de estar en el poder desaparecía o se retrasaba la posibilidad de usarla para hacer la revolución. Ya era conocido como «el Lenin español». Las elecciones de febrero de 1936 fueron tomadas como un plebiscito sobre el régimen, una costumbre de totalitarios y de enemigos de la democracia. Pronunció un mitin en el madrileño Cine Europa, al final de la calle Bravo Murillo. Allí, el día 21 de enero de 1936, ante un local repleto de odio, dijo que, establecida la República, su «deber» era «traer el socialismo», pero no el democrático, sino el «socialismo revolucionario con todas sus consecuencias».
La revolución era una obligación para Largo Caballero y la Guerra Civil, un paso inevitable. Por eso iba repitiendo la idea en todos sus mítines de febrero del 36: «La clase trabajadora tiene que hacer la revolución», y, añadía, «si no nos dejan, iremos a la Guerra Civil». No se llegaba al socialismo, decía, «echando simplemente papeletas en las urnas». Por eso apoyó la formación del Frente Popular con la condición de que ingresara el PCE, y luego impulsó el reparto de armas entre la gente tras el golpe de julio de 1936.
Asumió la presidencia durante los primeros meses de la guerra, con el caos miliciano y las checas, y autorizó el envío a Moscú del oro del Banco de España. Fracasado y acosado, dimitió en mayo de 1937. Fue entonces, cuando ya era tarde y la guerra llenaba de sangre las calles y los campos de España, el momento en el que el comunismo se había infiltrado hasta los tuétanos en la República, que vio llegado el momento de renegar del bolchevismo. Se aisló en Barcelona hasta 1939, luego se refugió en Francia, y las autoridades colaboracionistas lo entregaron a la Gestapo.
Acabó en un campo de concentración nazi, y fue liberado por los soviéticos en el mes de abril de 1945. Se moderó entonces y escribió «Soy esclavo de las realidades». Lo podía haber pensado antes de pregonar la Guerra Civil.

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