De la bomba al bikini
Con los combates entre japoneses y norteamericanos muy recientes, los habitantes del atolón del Pacífico pasaban los días entre explosiones y esquivando tropas
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Los habitantes de Bikini recogieron sus pertenencias para dejar sus casas. Lo había ordenado el rey Juda, que ejercía su mando sobre los 167 habitantes de la isla. El monarca estuvo parlamentando bajo un cocotero con el comodoro Ben H. Wyatt, gobernador militar de las Islas Marshall. Era marzo de 1946. Los bikinianos tenían muy recientes los combates entre japoneses y norteamericanos por aquel atolón en medio del Pacífico. Qué espectáculo dieron los buques de guerra, los aviones, el desembarco, las metralletas y los caídos. Los indígenas no sabían dónde meterse. Miraban entre las palmeras, con curiosidad y miedo. Pasaban los días esquivando explosiones y el paso de tropas. En la puesta de sol se sentaban a hablar. Los más ancianos, personas de cincuenta y tantos, o menos, contaban que por allí pasaron otros blancos. Un día llegaron unos que se llamaban «españoles». Parecían perdidos, como de paso a otra parte. Les pareció todo tan bonito que lo llamaron «Buenos Jardines». Un día pusieron una bandera y una cruz y se fueron. Después llegaron otros más rubios y mal encarados. Hablaban raro, como enfadados. Trajeron barcos de metal que echaban humo.
Desembarcaron, y un hombre alto, con gorra, dijo: «Im Namen des Zweiten Kaiserreichs!», que, así, a bulto, significa: «Me quedo con esto en nombre del Segundo Reich porque lo digo yo y punto». Los alemanes se desplegaron por la playa y se pusieron a tomar el sol. Al día siguiente estaban colorados como gambas, con ampollas en los hombros. Así que el comandante, pasándose una rodaja de coco por la frente, dijo: «Wir gehen nach Hause», que quiere decir algo parecido a: «Me piro vampiro, me doy el bote, ahí te quedas». Un tipo rubio clavó una bandera y el barco echó humo hasta que desapareció por el horizonte.
Ahora, otro blanco uniformado les decía que debían dejar sus casas, que iban a tirar una bomba que hacía «pum» y reventaba todo para siempre. El rey Juda preguntó que para qué, y el norteamericano, levantando el puro como una antorcha, afirmó: «Por el bien de la Humanidad». «Ah, si es por eso, venga. Haberlo dicho antes». Metieron a los súbditos de Juda en una barcaza y los desembarcaron en otro atolón. Era más pequeño, aunque tenía buenas vistas y los gastos de comunidad estaban incluidos. Unos meses después, el 25 de julio, los bikinianos oyeron una gran explosión. El ruido lo traía el viento. En su antigua casa había estallado una bomba de 21 kilotones, más que la de Hiroshima, vamos, átomos a cascoporro.
[[H2:Un traje de baño «diminuto»]]
La Prensa francesa recogió la noticia: «Les Américains larguent une nouvelle bombe atomique», decía el titular de «Le Monde», que traducido podría ser «Qué manía con las bombas tienen los yanquis, hay que…». Louis Réard cerró el periódico. Esa mañana en la playa de Saint Tropez era más aburrida de lo normal. Su vida era muy animada. Había heredado el negocio de lencería de su madre, lo que le permitió cambiar las tuercas por los sostenes de diseño, los ligueros y las transparencias, porque Louis era ingeniero de automóviles. Para rematar tenía un asiento reservado en el Folies Bergère y otro en el Moulin Rouge. Ante cualquier broma decía que iba a ver chicas para documentarse. Louis estaba metido en estos pensamientos cuando vio a un par de mujeres enrollándose el bañador para broncearse en zonas interesantes. Y ahí tuvo una idea: «Voy a hacer un traje de baño diminuto. Lo voy a petar».
Réard se metió en su estudio. Durmió la siesta, resolvió un crucigrama, miró por la ventana y dibujó un traje de cuatro piezas, cuatro triángulos destinados a tapar la pelvis, el culo y los pechos. «Oh la la!!», dijo, que quiere decir «Ahí va, la leche, pues». Se lo dio a la costurera habitual. Era una tela con un estampado atrevido y letras y recuadros. Louis pensó en presentarlo en un hotel respetable como Dior manda, pero el gerente se opuso.
Tampoco ninguna modelo se atrevió. Desesperado, se fue esa noche al Casino de París a ver chicas. Los muslos iban pasando como los postes de luz en un viaje en tren hasta que vio a Micheline Bernardini. No era guapa, pero sí resultona. Habló con ella y al día siguiente se presentaron en una piscina pública de París. Qué espectáculo. Los fotógrafos y cámaras, bien trajeados y encorbatados, contrastaban con la sonriente francesa que lucía palmito. Un periodista se acercó a Réard. «Esto va a ser un bombazo», dijo. «Sí, como el de Bikini, jajaja», contestó el diseñador. Y con ese nombre se quedó.