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Diego de León, el militar moderado

Fue uno de los conspiradores contra la dictadura de Espartero y eso le costó la vida: pudo escapar, pero aceptó morir fusilado públicamente en Madrid
Retrato de Diego de León
Retrato de Diego de LeónMuseo del Ejército

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«No muero como traidor», soltó el general Diego de León delante del pelotón de ejecución. Estaba sentenciado a muerte por sedición militar y acusado de traición. En la noche del 7 al 8 de octubre de 1841 asaltó el Palacio Real de Madrid. Su objetivo era secuestrar a Isabel II, que estaba a unos días de cumplir once años. Quería llevarla a París, junto a su madre, María Cristina de Borbón, exiliada desde 1840 por la combinación de una revolución y un golpe de Estado. El secuestro formaba parte de un plan para acabar con la regencia de Espartero en el que estaban implicados O’Donnell y Narváez, entre otros.
Diego de León tenía entonces un gran prestigio. Nacido en Córdoba en 1807, forjó su leyenda en la primera guerra carlista. Comenzó como comandante de escuadrón en el Regimiento de Lanceros de la Guardia Real, y estuvo en el frente desde diciembre de 1834. Por su valía le pusieron el sobrenombre de «la mejor lanza del reino». A finales de 1939, con 32 años, era el militar más prestigioso y señalado de la causa liberal. Por esta razón, Espartero y Diego de León chocaron. El primero confundió su regencia con una dictadura personal, y el partido moderado urdió su primera conspiración de la historia.
El asalto al Palacio Real de octubre de 1841 fue un fracaso. Aprovechando la oscuridad de la noche, Gutierrez de la Concha atacó con el regimiento del Príncipe. Los alabarderos resistieron en las escalinatas que conducían a los aposentos de la reina y de la infanta. Diego de León llegó a media noche. A las 5 de la mañana, viendo que estaba todo perdido, emprendió la huida por el Campo del Moro. Pasó por la Puerta de Hierro y tomó el camino de Colmenar. Allí fue alcanzado y detenido por sus propios húsares del regimiento de la Princesa. Seguían órdenes. Emocionados, le ofrecieron que huyera a Portugal, pero Diego se negó. Fue encarcelado y juzgado. Sin seguridad jurídica alguna, el presidente del consejo de guerra, amigo de Espartero, decidió la votación de la sentencia: pena de muerte.
Toda la ciudad, España entera, esperaba el indulto que debía firmar Espartero. El día de la sentencia, Diego escribió a su mujer desde la celda. Sabía que eran sus últimas horas sin remedio. «No solicites verme –decía–, no quebrantes con tu cariñosa presencia el vigor que necesito para morir como he vivido». Al terminar la carta, tiró la pluma y golpeó la mesa. «¡Y he de morir yo!», exclamó.
Mientras, en el Palacio Real, Isabel II se disponía a escribir una carta a Espartero pidiendo el perdón para el militar. Se la había suplicado la marquesa de Zambrano tirándose a sus pies. Argüelles, tutor de Isabel II, y la condesa de Espoz y Mina, su aya, se negaron a que enviara la carta al Regente. Castaños, el héroe de Bailén, el hombre que había derrotado a las tropas napoleónicas en 1808, se presentó ante Espartero. Pidió el indulto, pero fue en vano. La misma suerte corrió el coronel Domingo Dulce, que al frente de los alabarderos había defendido el Palacio Real. Quien quería la muerte de Diego de León eran los milicianos de Madrid, a quien se enfrentó el militar en su asalto al Palacio. Pero resultaba inútil pedir clemencia: Espartero quería demostrar su autoridad a todo el mundo.
En la mañana del 15 de octubre, el mariscal Federico Roncali, su abogado defensor en el consejo de guerra, fue a buscar a Diego a su celda. «¡El último día!», exclamó. Salió del cuartel de Santo Tomás, entonces sede de la Milicia Nacional, situado en Atocha. Fuera esperaban los milicianos, formados a ambos lados de la calle hasta la Puerta de Toledo. Madrid estaba tomada por las fuerzas del orden para evitar una revuelta. Diego de León apareció con su uniforme de húsar. Abrazó al oficial que mandaba la guardia y subió a una carreta. Le acompañaban Federico Roncali y un clérigo. A su paso, la gente exclamaba: «¡Es León! ¡Es León!». Al llegar a la Puerta de Toledo, descendió del carro y escuchó al oficial balbucear la lectura de la sentencia. «Si es preciso –dijo–, la leeré yo mismo». Observó el lugar. Dio una vuelta y encontró el sitio donde caer. Colocó al pelotón y gritó «¡No muero como traidor!». Sonó la descarga y un carro fúnebre apareció por la rotonda. Diego fue conducido al cementerio de la Puerta de Fuencarral. Luego, tres años después, cuando los españoles echaron a Espartero por dictador, y volvieron los moderados, los restos de Diego de León fueron conducidos al cementerio de San Isidro.

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