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La enfermedad del poder

Los que han gobernado el mundo han padecido diversos males pero lo que no ha faltado es el «síndrome de la hybris»: la soberbia autocrática
Imagen de la Conferencia de Yalta. Churchill y Stalin padecían depresión. Roosevelt utilizaba silla de ruedas
Imagen de la Conferencia de Yalta. Churchill y Stalin padecían depresión. Roosevelt utilizaba silla de ruedasEPAEFE

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La relación entre política y medicina es muy antigua. No en vano una de las más añejas metáforas políticas de la historia es la del «médico del Estado» que ha de sanar los problemas de la comunidad. Aparece ya en el mundo griego, en la medicina hipocrática y en su notable influencia en la teoría política de su tiempo, hasta llegar a Platón. De hecho, gran parte del léxico de los comienzos de la democracia se basaba en metáforas políticas, como la «stasis» (discordia civil), la «krasis» (mezcla de elementos) y «eunomía» (buen equilibrio), siguiendo la idea clave de la teoría humoral aplicada a la armonía política entre diversas facciones del Estado. Es interesante constatar el uso de la metáfora del médico como buen gobernante en algunos diálogos como el «Gorgias» de Platón. Por supuesto, el cuerpo desequilibrado o hinchado se compara con el Estado que está apunto de explotar, desde Polibio a Cicerón. La teoría política posterior, hasta llegar a Maquiavelo, abunda en esta idea. Para el florentino, teniendo en mente la figura de Fernando el Católico, el mejor príncipe es el médico que diagnostica y previene con dietas adecuadas los posibles abscesos y tumores y no ha de intervenir como un cirujano, sajando y cortando. En la literatura abunda esta idea desde Esquilo y Cicerón, que habla a menudo de la República enferma, hasta Shakespeare y los poetas del revolucionario siglo XIX.
Pero ¿qué pasa cuando es el gobernante el que padece una enfermedad? El cuerpo del rey enferma, aunque sea aparte del cuerpo del Estado: desde la teoría política del medievo y la temprana edad moderna, heredera de la tesis paulina del cuerpo místico de la Iglesia, sabemos que dos son los cuerpos del rey (Ernst Kantorowicz lo estudia fantásticamente). Y eso se ve sobre todo en los entierros de Estado y su parafernalia, que, como sabe Koselleck, perduran hasta lo moderno. Pero ¿es relevante que el gobernante de un Estado moderno, democrático o totalitario, esté sano o enfermo? Definitivamente, como apunta el libro de David Owen «En el poder y en la enfermedad» (Siruela). Owen es un caso especialmente indicado para juzgar la incidencia histórica y también la actualidad de la añeja combinación entre medicina y política. Él mismo, neurólogo de formación y profesión, fue ministro de sanidad y de asuntos exteriores vinculado al partido laborista británico. Como todo buen médico británico, se nota la influencia del Corpus hipocrático en sus ideas, pero también de la teoría política de Platón y, lo que es más interesante para análisis de la acción de gobierno, su recurso a la «Realpolitik» desde Platón a los teóricos del renacimiento. Es un libro muy recomendable. Lo mejor es sin duda la acuñación de una interesante teoría acerca de un síndrome psicológico que por esos lares hemos llamado de la Moncloa, pero que él, de formación clásica, prefiere llamar «síndrome de la hybris»
La «hybris» es un viejo pecado griego que nutre la tragedia y menciona Aristóteles. Para entender la embriaguez del poder, postula Owen, hay que volver los ojos a la tragedia griega, a un concepto fundamental para entender lo que pasa en la mente de un gobernante enfermo de soberbia. El ejemplo clave es Edipo, ensoberbecido en su poder autocrático, en la cima del éxito y de la prosperidad, que no es capaz de ver lo que ya todos tienen por evidente. Su diálogo con el adivino ciego, Tiresias bien puede compararse con el de los asesores de Hitler en su Búnker o los de Blair ante la falta de evidencias de las armas de destrucción masiva. La embriaguez del poder, cuyo decálogo básico de comportamientos que marcan la conducta del jefe de gobierno narcisista, mesiánico y autoexaltado enuncia Owen, causa una enfermedad que nubla la vista al Edipo moderno, que no puede ver el origen de la desgracia que está asolando la ciudad.
Owen pasa revista a ciertos jefes de Estado y de gobierno, entre 1900 y la actualidad, evaluando cómo sus problemas físicos y mentales influyeron en su política.Abundan las depresiones o trastornos bipolares, como en el caso de Lincoln o Churchill, pero también hay parálisis como las de Roosevelt, cánceres como el de Pompidou y otros casos como el alzheimer de Reagan, los desequilibrios de Mussolini, los infartos de Yeltsin o la enfermedad de Gehrig de Mao, desembocando en el narcisismo de Trump. Pero, aparte de esta evidente sintomatología y de casos concretos como el cáncer de próstata de Mitterrand, destaca sobre todo este «síndrome de hybris» como clave para entender ciertos momentos culminantes de la historia casi como una obra trágica. Así, paradójicamente nos damos cuenta de que quienes son considerados, según opinión común, desequilibrados mentales, es decir, los grandes dictadores como Hitler o Stalin, no tenían demasiados problemas de salud mental, sino una hybris desmesurada. Es más útil la teoría política de la tragedia clásica que el psicoanálisis a la moda para entenderlos: se sintoniza mejor con la mente de un Mao o un Churchill a través de los héroes y villanos de Shakespeare o Sófocles que con un manual de psicofarmacología. Es verdad que la salud de algunos de ellos se va complicando a lo largo de los años – el alcoholismo asuela a Yeltsin o Churchill, la cocaína y el Párkinson a Hitler– pero lo determinante es el recurso a los clásicos para entender «la ceguera del héroe» previa a su «pathos».
Mussolini y Hitler, tras una de sus reunioneslarazon
La tragedia, como cuentan que dijo Napoleón, es la política. Y los clásicos nos ayudan a comprender mejor la esencia de la humanidad, en su esplendor y miseria. Así, hay personajes desmesurados y narcisistas a los que se hace creer que sus decisiones son providenciales, y se van aislando en su camarilla, creyéndose infalibles y todopoderosos, totalmente desvinculados de la realidad. Sin embargo, la historia y la filosofía clásicas enseñan que cuanto más cree uno tener poder realmente menos tiene. Esa es una paradoja que no explora el libro de Owen: la impotencia del poderoso, que queda bien ejemplificada en el último Hitler o en Mussolini y su efímera República de Saló. Hay muchas variaciones: cuando uno está más ensimismado cae por su propio peso; cuanto más en la cúspide, como dice Horacio, más fuerte es el golpe; cuanto más libre se cree, más sometido a escrutinio y a deudas variadas está. Por supuesto que no se pueden hacer extrapolaciones generales, ni tampoco una psicología unívoca de los personajes históricos que llevaron a sus pueblos a grandes catástrofes. La psicohistoria, aparte de ser una ciencia ficticia que acuñan los novelistas, fue una teoría enunciada en ocasiones: examinaba la historia de la humanidad a partir de las motivaciones psicológicas de sus principales protagonistas. El libro de Erik Erikson sobre el joven Lutero, de identidad quebradiza en busca de la aceptación, que acabó por romper con el Papado y precipitar un cambio de época y de cultura que afectó a toda Alemania, es paradigmático. Hay otros muchos ejemplos e investigaciones, como las de Lloyd de Mause.
En fin, merece la pena tener en cuenta la psique de muchos grandes personajes que cambiaron la historia. ¿Qué era lo que sintió San Pablo en su visión damascena, o, por otro lado, lo que en realidad vio Constantino?¿Qué emociones megalómanas o rencorosas embargaron a Alejandro o Tiberio y modificaron la historia? Especial mención merece aquí, para terminar, la obra de Gregorio Marañón: mucho antes de Owen o Erikson, analizó en los años 30 la psique resentida de Tiberio y la psicología y morfología de Enrique IV de Castilla. Como siempre, traducimos mucho las obras de ensayistas anglosajones, medianos o incluso mediocres, que nos afectan muchísimo en el discurso y en la manera en que pensamos por imitación, pero frecuentamos muy poco a los grandes genios de nuestra cultura: pienso en Gracián o Balmes y, en cuanto al tema que nos ocupa, en el citado Marañón y en el gran Laín Entralgo, con libros como «El estado de enfermedad» o «El médico en la Historia», entre otros. En todo caso, el poder y la enfermedad, la política y la medicina, son dos grandes áreas que confluyen indefectiblemente en la historia.