Luces y sombras del Ejército español de la Segunda República
La proclamación de la Segunda República supuso el inicio de toda una serie de cambios en España, que también afectaron al Ejército. Las Fuerzas Armadas que se encontró Manuel Azaña cuando tomó el cargo de ministro de la Guerra eran una institución en proceso de desarrollo
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Los oficiales españoles de 1931 tenían experiencia militar, ya que un núcleo importante de ellos había combatido en África, en la eterna Guerra del Rif de 1909 a 1927, sin embargo, carecían de la experiencia de la Primera Guerra Mundial. En consecuencia, el Ejército español estaba listo para una contienda de columnas, para adentrarse en territorio hostil y enfrentarse a emboscadas y tiroteos, pero no para un conflicto a gran escala. A partir del verano de 1936 iban a tener que aprender sobre la marcha.
Entretanto, Azaña, quien había viajado en dos ocasiones a los frentes de batalla de la Gran Guerra –más concretamente, al francés y al italiano, con intelectuales de la talla de Ramón Menéndez Pidal o Miguel de Unamuno–, y que era sin duda el ministro más versado, y más interesado, en las cuestiones militares del nuevo Gobierno, tuvo que enfrentarse a lo que él consideraba un imprescindible proceso de modernización y cambio. Una de sus preocupaciones fundamentales fue la plena subordinación del estamento militar al poder civil. En España no habían sido raras las asonadas militares, y tampoco Europa se libraba de este debate. A la vez que el teórico alemán Carl von Clausewitz afirmó que «la guerra es la continuación de la política por otros medios» también indicaba que la política «asumirá un papel en la acción total de la guerra y ejercerá una influencia continua sobre ella»; es decir, subordinaba lo militar a lo político, algo que nunca había gustado en los cuartos de banderas de países como Alemania o Francia, por citar ejemplos.
Inspirándose en este objetivo principal, Azaña trató de implementar toda una serie de cambios que consideraba de suma importancia. La reducción del cuerpo de oficiales, ya que el Ejército español estaba aquejado de una disparatada macrocefalia que, además, se tragaba el presupuesto de defensa, y la del número de unidades, sobre todo ahora que había terminado el conflicto marroquí, fueron bastante polémicas, como también lo fue la clausura de la Academia Militar General, dirigida por el general Francisco Franco.
Menos mencionados, y menos exitosos, fueron los intentos de Azaña de reformar el modo en que el Ejército obtenía sus armamentos y pertrechos. España tenía una industria bélica de gran calidad, que incluso vendía sus productos en el extranjero, pero la gestión que hacía el arma de artillería de las fábricas estatales, lastrada por el nepotismo, la falta de control y unos precios fijados mucho tiempo atrás y que estaban por debajo de los costes reales, hacían que estas fueran extremadamente deficitarias. Para solucionar este problema Azaña creó un Consorcio de Industrias Militares independiente que tendría que someterse al Código de Comercio como las demás empresas del país, sacándolas así del control directo de los militares y dándole la misión de producir material de guerra no solo para el Estado español sino también para compradores extranjeros. Sin embargo, este proyecto no perduró, pues su sucesor como ministro de la Guerra cambió la configuración del sistema y devolvió el control a los militares.
A pesar de algunos fracasos puntuales, las reformas militares de Azaña tuvieron éxito en muchos aspectos. La estructura de divisiones orgánicas del Ejército de Tierra cuando estalló la Guerra Civil era la que él había propuesto, y también estaba vigente su reorganización de la administración central militar, se había reducido la cifra de oficiales y unidades, y suprimido el Consejo Supremo de Justicia Militar en favor de la Sala Sexta del Tribunal Supremo; pero lo que no pudo solucionar fue la politización de las fuerzas armadas. Durante los años de la Segunda República los miembros de la Unión Militar Española (UME) y la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), creada para vigilar a la primera, se enfrentaron en los cuartos de banderas, aunque el principal problema iban a plantearlo los conocidos como africanistas, un grupo definido por un pensamiento belicista, nacionalista e imperialista, que mostraba su repulsa por la clase política y se autopercibía como garante de unos valores españoles establecidos por ellos mismos en nombre del pueblo, al que consideraban como un menor de edad y a menudo manipulado por los enemigos de la nación, un concepto en el que no solo incluían el obrerismo y su ideología de clase, sino incluso también a sus propios compañeros oficiales peninsulares. Muchos de ellos acabarían sumándose, si no promoviendo, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936.
"Ejércitos de la Guerra Civil (I) El Ejército español en 1936" (Desperta Ferro Especiales nº 36), 84 páginas, 8,50 euros.