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Historia

Prepublicación de 'El profeta': Jesús de Nazaret, espiado por Roma

La novela, escrita por nuestro colaborador José María Zavala que sale este jueves a las librerías publicada por el sello Ediciones B, se trata de una de las grandes apuestas editoriales de ficción, junto a las novelas de autores ya consagrados como Ken Follet o Santiago Posteguillo. Zavala irrumpe así en el selecto club de los grandes narradores actuales

Robert Powel protagonizó, en 1977, el «Jesús de Nazaret» de Franco Zeffirelli
Robert Powel protagonizó, en 1977, el 'Jesús de Nazaret' de Franco ZeffirelliArchivo

Javier Sierra elogia así la obra: «Dejándose llevar por la fuerza arrebatadora de la esperanza, la pasión de José María Zavala es contagiosa». También Julia Navarro recomienda su lectura: «Zavala nos brinda un apasionante viaje a un momento clave en la historia de la humanidad», asegura; igual que Luis Alberto de Cuenca: «Un relato vibrante, cautivador y cinematográfico sobre el personaje más importante de la Historia, dirigido al lector del siglo XXI», afirma el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2025. LA RAZÓN adelanta en exclusiva uno de los capítulos de este nuevo lanzamiento, llamado a convertirse en un gran «best-seller».

Sede de la Guardia Pretoriana, 31 d.C.

Tardé casi un año en recuperarme. Me puse en forma, me alimenté bien y volví a ser prácticamente el mismo que antes de mi infausto ingreso en prisión. Aunque Macrón era el segundo hombre más influyente de Roma, también era una persona que cuidaba las apariencias, ecuánime y justo a su modo. Así que tuve que cumplir años interminables de cárcel, pero me libré de la pena de muerte por asesinar a sangre fría a un oficial de Roma.

Me reincorporé a la Guardia Pretoriana no como soldado, el rango que tenía antes. Para mi sorpresa, entré a formar parte del cuerpo de Speculatores, un grupo especial dentro de los pretorianos, encargado de tareas de inteligencia. La orden vino directamente de Macrón, y yo no osé contradecirle. Me había sacado de la cárcel y devuelto a la vida. Haría cualquier cosa que me ordenase.

Siempre que debía confiarme algo importante, Macrón solía citarme en su despacho de la moderna edificación fortificada donde se cobijaba el campamento pretoriano. Pero si se trataba de algo más íntimo y familiar, entonces él y yo nos reuníamos en otro lugar mucho más apacible y proclive a las confesiones, como sin duda era la residencia imperial que Tiberio había puesto a disposición del prefecto del Pretorio tras retirarse a Capri.

Paradojas del destino, Sejano había promovido la construcción de aquella enorme ciudadela militar, donde se agrupaban las cohortes pretorianas en barracones junto a la Muralla Serviana que custodiaba Roma. Antiguamente, los ciudadanos acogían a los soldados a regañadientes en sus casas particulares hasta que Sejano, con el beneplácito de Tiberio, congregó en ese nuevo emplazamiento fuera de la metrópoli, entre las vías Nomentana y Collatina, muy cerca del perímetro amurallado, a todas las cohortes dispersas durante el reinado de Augusto. Agrupar así a las fuerzas pretorianas de Roma en un solo campamento reforzó la presión que Sejano podía ejercer a conveniencia, además de granjearle agradecimientos y lealtades ante un hipotético golpe de Estado.

–Pasa, Lucio –me indicó Macrón aquella mañana lluviosa que había enfangado las arterias principales del campamento–.

A juzgar por su rostro risueño y recién afeitado, presentí su entusiasmo por lo que iba a contarme.

–Te queda bien –advirtió complacido señalando mi barba–. Tienes un aspecto fiero.

–La he llevado mucho tiempo y me sentiría desnudo si me afeitase –afirmé mientras me acariciaba el cabello y la melena–.

Comentarios triviales como aquellos precedían siempre a los asuntos importantes, y su conversación se alargaba más de lo normal. Eso significaba que la información que iba a darme era trascendental. Macrón y yo nos conocíamos bien, como padre e hijo adoptivo, y temía por tanto que él pudiese arrojar en cualquier momento su «pilum» verbal contra mí con algún encargo comprometido, arriesgado y hasta desagradable.

–Te he llamado para una misión secreta –afirmó al fin–.

–Lo suponía –ratifiqué–. He ahí el motivo de mi ingreso en los Speculatores. Está bien, tú dirás.

–Viajarás a Galilea –dijo sin rodeos–. He recibido información de una posible revuelta. Hay un agitador, un revolucionario que está dando muchos problemas a los miembros del Sanedrín judío.

–¿Tan peligroso es ese hombre que no pueden ocuparse de él nuestras tropas allí? –sentía curiosidad a la vez que me resultaba extraña la misión. La presencia romana en aquellas tierras era importante y tenían potestad para actuar sin rendir cuentas a nadie–.

–Al parecer se ha convertido también en una amenaza para Roma –afirmó Macrón–. Las autoridades judías ya eran susceptibles a las predicaciones del tal Bautista. Y al parecer, este profeta revolucionario encabeza ahora una sedición que amenaza la estabilidad de nuestras provincias de Judea, Samaría y Galilea. Insiste en que el sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Los judíos piden que intervengan las autoridades romanas. Por eso es una misión tan importante. Tiberio está muy preocupado y me ha pedido que envíe al mejor espía del imperio.

–¿Y ese espía soy yo?

–Sabia deducción.

–¿«Quid pro quo»?

–Así es, Lucio, tu libertad a cambio de la misión.

–¿Y por qué un espía? –pregunté intrigado–.

–Los males hay que cortarlos de raíz, conocer su origen y atajarlos desde dentro –aseguró convencido–. Tu cometido será infiltrarte en el grupo de seguidores de ese revolucionario y disolverlo.

–¿Crees de verdad que alguien como yo, acostumbrado a la guerra, será capaz de introducirse entre los partidarios de ese impostor?

–Tiberio y yo estamos seguros de ello.

–Explícame cómo...

–Déjame decirte antes que me agrada mucho que te tomes esto como una propuesta, y no como una orden.

–¿Acaso tengo otra alternativa?

Macrón sonrió divertido.

–Te embarcarás como polizón en un barco que zarpará en breve rumbo a Cesárea Marítima.

Abrió el cajón de la mesa y extrajo un medallón de latón con una paloma dibujada en el centro.

–¿Qué objeto es ese? –inquirí yo atónito–.

–Te proporcionará la coartada que necesitas. Ese grupo utiliza este símbolo para identificarse entre ellos.

–Venga, padre, ¿tú crees que alguien será tan ingenuo de tragarse que un tribuno del Pretorio es un seguidor confeso de ese profeta?

–Aún no he terminado.

Macrón era un maestro del desconcierto que disfrutaba sembrando la intriga para mantenerme en vilo. Ya hubiese querido Cayo Albucio Silo seducir con su retórica al auditorio, o Plauto y Terencio cautivar a los lectores con sus enredos amorosos, como

Macrón sabía hacer conmigo. No exagero. Presentía que iba a decirme algo desagradable, y esta vez tampoco me equivoqué.

–Cuando tu barco atraque en el puerto de Cesarea Marítima serás detenido y puesto a disposición judicial en Jerusalén.

Sacudí la cabeza de aturdimiento.

–¿Apresado...? ¿Juzgado...? ¡Qué estás diciendo! –exclamé–.

–Embarcar como polizón en una nave está penado por las leyes. Y para que nadie dude, serás flagelado en la plaza pública.

Por mi expresión de asombro, Macrón intuyó enseguida el seísmo interior que me convulsionaba. Guardé silencio un instante con la esperanza vana de que no hablase en serio, pero enseguida me devolvió a la cruda realidad con el talante conciliador que reservaba siempre para las situaciones difíciles y comprometidas.

–Entiendo, Lucio, que te cueste digerirlo. Pero créeme: Tiberio y yo estamos persuadidos de que no existe un plan mejor y de que tú lo ejecutarás a la perfección.

Podría haberse ahorrado la galantería. A fin de cuentas, estaba obligado a obedecer si no quería morir decapitado tras reingresar en aquella cárcel inmunda.

–Está bien –añadí resignado–. Al parecer no tengo otra salida.

–Prestarás un servicio impagable a Roma y al César. Ese revolucionario y falso profeta empieza a causarnos ya serios problemas. Herodes Antipas nos ha informado sobre algunas locuras cometidas por ese agitador de masas.

–¿Locuras...? ¿Qué locuras?

–El tetrarca está indignado porque dicen que ese hombre curó al hijo de un funcionario de su Corte llamado Cusa. Enterado de que el sujeto había llegado a Caná de Galilea, el intendente fue a verle allí para implorarle que sanase a su hijo.

–Solo dime que lo resucitó... –dejé escapar una risita–.

–Y hay más... «milagros». Tu misión es ir allí y desenmascarar a ese «praestigiator».

–Menudo disparate. Pero lo grave no es que lo sea, sino que la fama de ese embaucador al que llaman «Maestro» se ha extendido ya por toda la comarca ribereña.

Suspiré con resignación.

–¿Y puedo saber el nombre de ese revolucionario o también es secreto? –pregunté ya mentalizado de mi duro cometido–.

–Se hace llamar Jesús de Nazaret.

  • 'El profeta. La gran novela de Jesús de Nazaret' (Ediciones B, Grupo Penguin Random House), de José María Zavala, 512 páginas, 24,90 euros.