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El sacrificio humano azteca, más allá del tópico

Es una de las prácticas rituales de los mexicas que más ha llamado la atención de cronistas e investigadores, que han logrado profundizar en el conocimiento de estas costumbres sorteando las imprecisiones o sesgos condicionados por juicios de valor.
«Cuauhxicalli» o vasija de piedra para depositar los corazones de los sacrificados
«Cuauhxicalli» o vasija de piedra para depositar los corazones de los sacrificadosMuseo del Templo Mayor / Wikimedia
La Razón
  • Gustavo García Jiménez. Desperta Ferro Ediciones

    Gustavo García Jiménez. Desperta Ferro Ediciones

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El imperio que erigieron los mexicas –como es más adecuado llamarlos pese a lo instaurado que sigue siendo hablar de ellos como «aztecas»– en el siglo XV era heredero de una historia milenaria que seguía la estela del antiguo esplendor que antaño habían ostentado centros de la talla de Teotihuacan o Tula. Entre las ofrendas realizadas en las pirámides de la primera de ellas, una ciudad cuya sociedad se consideró durante un tiempo pacífica, se documentaron casi doscientos individuos inmolados para la consagración de los monumentos cientos de años antes del apogeo de los mexicas.
A partir de los códices, la iconografía, la antropología física y la arqueología nos vamos acercando cada vez más al conocimiento real de la tradición del sacrificio humano entre los mexicas. Según sus creencias, la inmaterialidad de los dioses hacía que cuando estos transitaban en lo mundano se cansaran, de manera que los seres humanos fueron creados para que los alimentaran con su energía. A través del sacrificio los dioses favorecían a sus devotos, y estos debían expresar su gratitud –o aplacar su ira si las cosas no iban bien– ofrendándoles el aroma de las flores, el humo del tabaco o el copal, las primeras cosechas o la sangre –el más valioso de los dones– para que el ciclo siguiera funcionando. Algunas víctimas humanas –principalmente guerreros capturados– cumplían dicho papel de «alimento», mientras que otras eran «poseídas» por las divinidades –generalmente vistiéndolas como el dios en cuestión– para perpetuar su propio autosacrificio y renacimiento.
Los sacrificios solían coincidir con fechas señaladas en el calendario ritual. En determinadas épocas del año se llevaban a cabo procesiones para augurar las lluvias que habrían de garantizar el crecimiento del maíz. Fray Bernardino de Sahagún cuenta que se vestía de «tlaloques» –dioses menores que servían a Tláloc, el dios de la lluvia– a los niños que iban a ser inmolados en santuarios situados en cerros sagrados de la cuenca mexicana. Tláloc era una de las divinidades principales del panteón. En una sociedad dependiente de la agricultura, las lluvias, en la cantidad y momento adecuado, resultaban indispensables para la subsistencia, y por ello el gran Templo Mayor de Tenochtitlan tenía en su cima dos oratorios, uno dedicado a esta deidad y otro al dios patrón de los mexicas, Huitzilopochtli, cuyo carácter guerrero garantizaba el éxito en las conquistas y la vertebración del imperio que erigieron.
Las excavaciones realizadas en dicho templo están repletas de ofrendas de todo tipo. Entre ellas, más de un centenar de individuos sacrificados, muchos de ellos víctimas infantiles con afecciones como la anemia, parasitismo o enfermedades gastrointestinales que habían sido degollados en honor al dios de la lluvia. Muchas otras correspondían a cabezas de adultos que en su día se exhibieron en el «tzompantli» o edificio de las cabezas-trofeo, donde los cráneos eran ensartados en varas horizontales que se disponían en soportes. Pero de todas las modalidades de «tlacamictiliztli» existentes, que incluían desde flechamientos –donde la víctima era asaetada– hasta ahogamientos, decapitaciones o rayamientos –una especie de combates gladiatorios–, sin duda la cardioectomía o extracción del corazón es una de las más llamativas.
Las evidencias del Templo Mayor indican que el acceso al tórax se realizaba desde la cavidad abdominal a través de una gran incisión para luego introducir las manos y el cuchillo sacrificial haciendo palanca en la parte interna de las costillas, donde persisten las marcas de corte.
La mayoría de las víctimas documentadas son adultos, sobre todo masculinos entre los 18 y los 35 años de edad. A las víctimas procedentes de la captura en batalla, como eran en su mayor parte, se les conducía a las casas de cautivos nada más entrar en la ciudad. Allí eran bien tratados, y cuando se acercaba la fecha de la ejecución se les mantenía en vela mientras participaban de bailes y cánticos con los ofrendantes. Llegada la fecha señalada, se les pintaba el cuerpo con tiza y eran conducidos al lugar del sacrificio habiendo ingerido pulque y otros brebajes anestésicos.
Entonces su cuerpo se colocaba de espaldas sobre la piedra de sacrificios («téchcatl») para facilitar la tensión del pecho mientras cuatro sacerdotes le sostenían las extremidades, tirando de ellas. Un quinto oficiante tiraba de una cincha colocada en el cuello para ahogar su voz.
Aún quedan muchos otros aspectos de estas prácticas, antes desconocidos, que se van desvelando poco a poco, pero más allá de los tópicos sobre la belicosidad y la ideología militarista de los mexicas, la realidad del mundo mesoamericano en los dos siglos que preceden a la llegada de los españoles estuvo marcada por una dinámica cultural compleja, de una riqueza y complejidad incuestionables. La percepción que los pobladores de la región central de México tenían por entonces del universo como un sistema en movimiento constante les convertía en formidables devotos entregados en cuerpo y alma a sus dioses.
Portrada del número 53 de "Arqueología e Historia"
Portrada del número 53 de "Arqueología e Historia"Desperta Ferro
  •  [[LINK:EXTERNO|||https://www.despertaferro-ediciones.com/revistas/numero/cultura-aztecas-mexicas-prehistoria-mesoamerica-mexico/|||«Los aztecas»]] (Desperta Ferro Arqueología e historia), 68 páginas, 7,50 euros.