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Polémica

James Bond, sin licencia para ofender

Tras el conato de revisión «woke» a Roald Dahl, le ha llegado el turno al agente secreto creado por Ian Fleming, corregido en su reedición eliminando sus expresiones más controvertidas

Sean Connery interpretando a James Bond
Sean Connery interpretando a James Bond, última víctima de la corrección políticaarchivo

Justo cuando la editorial Puffin rectifica, tras la polémica desatada la pasada semana por su decisión de publicar una versión convenientemente suavizada de las obras de Roald Dahl, anuncia el diario británico «The Telegraph» la reedición de los libros de James Bond pasados por el filtro de la corrección política. Parece que la serie original de Ian Fleming no supera el mínimo moral del equipo de lectores de sensibilidad encargado de su relectura crítica. La figura del «sensivity reader», algo así como un policía de la moral de la literatura, se está profesionalizando y extendiendo sobre todo en Estados Unidos, donde ya son muchas las editoriales que cuentan con sus servicios. Aunque es cierto que lo que ellos realizan son sugerencias y que no tienen en sí mismos el poder de censurar, no deja de ser una figura inquietante la de alguien cuyo trabajo es escrutar el trabajo ajeno, uno creativo y libre, con la hipersensibilidad y el recelo de toda minoría identitaria susceptible de ser ofendida. No sería, pues, un censor al uso pero sí el chivato que le dice a la editorial donde meter tijera. Y estos han decidido celebrar el setenta aniversario de la publicación del primer libro de Bond, James Bond, «Casino Royale», pasándole la bayeta de lo moralmente aceptable.

Contra la hipervigilancia

Así, se han suprimido referencias a las etnias a las que pertenecen los malotes, para no caer en un prescindible (para los sensibles lectores que preven la sensibilidad de los futuros lectores) señalamiento de colectivos raciales. La palabra «nigger», considerada peyorativa y racista, desaparece de los textos y se sustituye por «persona negra» o por «hombre negro». Los tipos, unos que eran «bastante respetuosos con la ley, excepto cuando bebieron demasiado» son ahora, simplemente, «bastante respetuosos con la ley». Incluso cuando beben. O quizá es que ya ni beben. Y James Bond, ante un espectáculo de striptease en un club nocturno, ya no «podía oír al público jadear y gruñir como cerdos en el abrevadero. Sentía sus propias manos agarrando el mantel. Tenía la boca seca»; ahora «podía sentir la tensión eléctrica en la sala». Un frío espía capaz de asesinar con sus propias manos, pero muy correcto, empático y sensible. Y es que de estos tiempos de hipersensibilidad mojigata no se libra ni 007. Aunque algo está cambiando. Lo demuestra precisamente el caso de esta semana: que la editorial Puffin se haya visto obligada a dar marcha atrás en su anuncio de reeditar las obras de Roald Dahl omitiendo todo aquello que pudiera resultar ofensivo por las críticas recibidas es algo que parecía impensable hace apenas unos años. Pero cada vez son más los que se atreven a expresar en voz alta una opinión contraria a la hipervigilancia, casi obsesiva y enfermiza, de colectivos minoritarios que parecen dispuestos a tutelar a toda una sociedad, aunque por el camino se pongan en peligro derechos fundamentales como la libertad de creación o de expresión. Desde la editorial afirman que lo que ellos llaman «actualizaciones» se han realizado con sumo cuidado y que el resultado es una versión «lo más cercana posible al texto original y al período en el que se desarrolla», pero sin los términos y actitudes que «los lectores actuales podrían considerar ofensivos» y que entonces eran comunes. ¿No es censura pero lo parece? El debate está abierto.

Lo cierto es que, como señalaba la escritora Irene Vallejo en estas páginas hace unos días, no se trata de un fenómeno nuevo. «El impulso de retocar la literatura que incomoda es muy antiguo», nos decía. Y nos ponía como ejemplo a un Platón preocupado porque los poemas homéricos, con sus dioses frívolos y adúlteros, no eran precisamente un ejemplo a seguir. Sin necesidad de irnos tan lejos y en un grado superior de intervención contra la literatura tenemos a los colectivos feministas que retiraron de bibliotecas infantiles cuentos clásicos como Caperucita Roja o la Bella Durmiente. O los grupos de padres que consideraron inaceptable que al alcance de las manos de sus hijos, y de los de otros, se encontrasen títulos como Pipi Calzaslargas, Crónicas de Narnia o El Capitán Calzoncillos. Los colegios estadounidenses que sacaron del programa escolar «Matar a un ruiseñor», «Las aventuras de Huckleberry Finn» o «El guardián entre el centeno», o, de nuevo en nuestro país, las presentaciones del libro «Nadie nace en un cuerpo equivocado» que fueron boicoteadas por colectivos trans (algunos de los asistentes ni siquiera habían leído el libro antes de censurarlo) y fue necesaria la intervención policial. En la presentación de un libro y en un estado democrático, sí.

Es más que probable que no sea este el último caso de esta forma de censura, sofisticada y moralmente bendecida por la corrección política. Pero también es cierto que parece este fenómeno encontrar cada vez más resistencia en una parte de la sociedad que hasta ahora callaba y cuyo silencio cómplice era interpretado como aprobación. Parece que se abre una grieta en esa aparente aquiescencia global que amparaba y alentaba a los movimientos identitarios que cercenaban obras y condenaban a la muerte civil a autores, desde una especie de justicia social, revanchista y revisionista. Quizá no esté todo perdido y estemos dispuestos a defender el patrimonio cultural que suponen las obras de nuestros creadores. Lo que supone defender la libertad creativa. No solo para ellos, sino para todos nosotros y los que vendrán después.