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Un transgresor piel roja

larazon

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A propósito de la tan debatida crisis del género narrativo, cabe preguntarse si es justificable una novela más en un ya saturado mercado literario y editorial. Si una obra de ficción no pretende algún tipo de renovada expresión, de original planteamiento de la trama imaginada, convendría acordar con Baroja que resulta muy fácil... no escribir un libro. Por otro lado, no es sencillo innovar en una modalidad narrativa que pudiera estar próxima al agotamiento de sus posibilidades expresivas. A pesar de esta complejidad, consolémonos con don Juan Valera cuando manifestaba que «cuando se tiene algo que decir y se sabe cómo decirlo, escribir es fácil». Es el caso de «El anticuerpo», primera novela de Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976), diarista, poeta y colaborador cultural. Estamos ante una obra transgresora, con un zigzagueante argumento que combina la nostalgia con el recuerdo cruel de infancia y adolescencia, en el seno de una trama de significado simbólico y toques de realismo mágico.
Escalar tejados
Josu, desarraigado personaje instalado en la memoria de la España de los ochenta, revive aquí las iniciáticas correrías del salvaje muchacho de pueblo que escala tejados, frecuenta discotecas (visitadas por la muerte, por cierto), recorre ritualmente cementerios o accede a la tópica educación sentimental prostibularia. Una especie de Amarcord estepario y desolado, en fin, que acoge el planteamiento vital del protagonista: «Persiguiendo misterios, exploraba intimidades». (pág. 14) En esta tarea indagatoria, nuestro héroe descubrirá una cueva, trasunto metafórico de la robinsoniana isla de la libertad, espacio imaginario de inacabables aventuras. La sombra de Huckleberry Finn es alargada y aquí su influencia, felizmente rebelde, innegable. En una atmósfera de tintes algo surrealistas, destacan los personajes que rodean a Josu: desde su filosofante tía, quien asevera que «la vida, aunque sea un asco, hay que vivirla». (pág. 56), a José Luis, un sacerdote liberal, desinhibido y postconciliar, pasando por el señor Nicanor, atrabiliario comerciante de objetos religiosos; el Langosta, a quien nuestro protagonista quemará su flamante Harley, o unas inquietantes gemelas, temibles partícipes de alguna que otra sonada gamberrada. Sin un claro nexo de unión, esta galería de singulares seres imaginarios, con algún posible trasfondo real, remiten al añorado, al mejor Tomeo. Siguiendo la mitografía del peliculero Oeste americano, Josu es asimilado al indómito piel roja, que lucha por la afirmación de su idiosincrasia, aunqueconlleve la certeza del fracaso.
Logrados ambientes y momentos, como el retorno al derruido Belchite, la naturalista matanza rural del cerdo o las correrías por la calle de los Caprichos conforman un abigarrado universo, alternando lo festivo con lo inquietante en un acertado vaivén de tonos y registros narrativos. Una novela, por su transgresora originalidad, de inexcusable lectura.

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