Liga de Campeones

Acontecimiento literario
A mi amiga Sarah Mitchell últimamente le cuesta sentirse en paz consigo misma, y no debería extrañarme, después de lo que hizo. Ha puesto todas las excusas posibles para justificarse, y ha agotado la paciencia de su pobre psiquiatra intentando buscar otras nuevas. Fui yo quien le sugerí a Sarah que fuera a un psiquiatra, con la esperanza de que lo llamara a él a todas horas en vez de a mí. El otro día charlé con su psiquiatra, que no es un hombre sino una señora ya muy mayor, y me contó cuál era el problema de Sarah, aunque a mí me sonó de lo más inverosímil. La pobre anciana se quejaba también de que estaba hasta la coronilla de que Sarah la llamase a las tres de la madrugada para contarle que había alguien aporreando la puerta de su apartamento, una queja sorprendentemente humana si pensamos de quién venía.
Incluso antes de que ocurriera, Sarah ya era problemática, de eso no cabe duda. Hace años que la conozco, fuimos juntas a la universidad, y aun entonces era un tanto peculiar: se emborrachaba con un par de copas, caía redonda en el suelo, y nada, ni siquiera las amenazas de expulsión, podían quitarle la costumbre. Más de una noche me metí de un salto en su cama para encubrirla cuando la gobernanta venía a comprobar quién estaba y quién no, y Sarah se había quedado fuera de combate en el apartamento de alguien. Al día siguiente no se acordaba de nada.
Y además era una blasfema compulsiva. Nunca me he cruzado con nadie que tuviera una lengua tan afilada como Sarah Mitchell, ni con nadie que la usara con tanta imparcialidad: preceptores, pretendientes, camareras, autoridades postales, cualquiera que anduviera a tiro si en plena curda le daba por soltar palabrotas. Esa costumbre le granjeó los constantes recelos de la oficina del Decanato de Alumnas de la facultad, cuyas responsables tan solo estaban esperando la menor excusa para echarla. A su debido tiempo lo hicieron, por encontrarla en posesión de una botella de cerveza. Tal vez no suene tan terrible, pero hay que tener en cuenta que me estoy refiriendo a la Universidad de Alabama. Allí se espera que una señorita no huela sino a Chanel N.º 5 y colutorio durante por lo menos cuatro años.
La cuestión es que Sarah dejó la universidad bajo una nube de tormenta. Sospechosa: de hacer trampas, robar, escabullirse de la residencia Calloway por las noches, de promiscuidad y de una actitud irreverente hacia la representante del Decanato de Alumnas. Pruebas: una botella de cerveza en la mano. Claro que no debía pasearse con la botella por la avenida universitaria, fue bastante indiscreto, pero la echaron por eso.
Mientras empaquetaba sus cosas para marcharse, Sarah estaba hecha una furia, y sobre todo se quejaba de que a aquella remilgada de GeorgineFaircloth solo le habían caído seis semanas de campus estricto después de que la pillaran en cueros en un bote de remos en el río Black Warrior, mientras que a ella, Sarah Mitchell, la expulsaban porque su padre no tenía tanto dinero como el de Georgine. Además, Georgine pertenecía a Beta Nu,donde bastaba con entrar para garantizarte carta blanca en tu paso por la universidad, puesto que la fundadora de la hermandad era la hermana de la señora de Jefferson Davis. A Sarah la reclutaron las betanus, que la soltaron como si fuera una patata caliente la primera vez que abrió la boca, pero si se sintió herida, nadie lo supo. Se propuso ser la independiente más independiente del campus, y punto.
En segundo curso se casó en secreto, que era peor que beber, y se divorció, que era peor que casarse. Eligió a un muchacho tremendamente peculiar de Birmingham que se creía mejor que nadie, y en concreto mejor que Sarah. El padre de Sarah la sacó de aquel apuro y nunca dejó que se enterara de cuánto le había costado. El señor Mitchell era rico, pero cinco dólares le parecían un dineral porque en otros tiempos había sido pobre. La madre de Sarah era un espantajo de primer orden, una de esas mujeres que se ríen con una especie de rebuzno al final, que pasa por distinción en algunas partes del estado. Sin llegar a decir nada, la señora Mitchell se las ingeniaba siempre para dar la impresión de que incluso la hora del día era una indecencia; hacía mucho que se había hecho a la idea de que Sarah era una deshonra para ella, el precio que pagaba por actos indecentes aislados con su marido, y la trataba en consonancia.
No es de extrañar que Sarah se fuera de cabeza a Nueva York cuando abandonó la carrera. Sus padres no la querían en casa de todos modos; se recreaban demasiado en su martirio como para consentir que la presencia de su hija lo destruyera: en el pueblo la gente fue de lo más amable con los Mitchell cuando salió a la luz que habían expulsado a Sarah de la universidad, y recibieron más invitaciones a cenar en un par de semanas que en todo un año.
No volví a tener noticias ni a saber de Sarah Mitchell hasta al cabo de un par de años, cuando me fui a vivir a Nueva York y me tropecé con ella en la Quinta Avenida. Ya sabéis cómo es, tarde o temprano te encuentras a todo el mundo que conoces en la Quinta Avenida. Bueno, pues allí estaba. Me saludó con las preguntas de rigor y me propuso si quería ir con ella a casa a ver a sus muchachos.
—¿Muchachos? —dije—. No sabía que habías vuelto a casarte.
—No lo hice —contestó. La Sarah de siempre.
Pero le notaba algo distinto que al principio no acerté a precisar. Algo físico. Había ganado peso, desde luego, como a todos nos pasa un par de años después de salir de la facultad, y me dio la impresión de verla más arreglada que nunca, aunque con aquel abrigo puesto la verdad es que no podía saberse. Finalmente caí en la cuenta: sus manos. Siempre había tenido unas manos grandes y cuadradas, manos para cosechar algodón, solía llamarlas ella, pero con unos dedos largos que en lugar de afinarse se ensanchaban al final. Por primera vez desde que la conocía me fijé en la torpeza con que los articulaba; parecía que le costara llevar a cabo incluso los gestos más corrientes, como sacar de la cartera el billete del autobús. Mantenía los dedos rígidos cuando lo natural hubiera sido doblarlos. De vez en cuando se pasaba el talón de la mano por el abrigo, como si se secara el sudor, a pesar de que hacía frío. En todos los demás sentidos,era la misma Sarah de siempre.
Cuando llegamos a su apartamento conocí a los muchachos. Eran dos perros enormes a los que tomé por mastines, si bien Sarah me dijo que eran bóxer. Vivía en un piso de dos habitaciones: una para ella, y otra para los perros. A lo largo de las paredes del cuarto de los perros había cajas de pienso apiladas hasta el techo. Los muchachos lo devoraban como demonios, según dijo, y prácticamente se le iba el sueldo en mantenerlos.
Mientras tomábamos unas copas, Sarah me puso al día: cuando llegó a Nueva York, su primer trabajo consistía en clasificar las respuestas de los concursantes en los concursos de jabón; ya sabéis, frases con gancho en veinticinco palabras o menos. Se fue a vivir con uno de sus compañeros de trabajo, originario de Albania, y sus amigos, en su mayoría centroeuropeos. Pensaba que así era como la gente acostumbraba a vivir en Nueva York. O al menos eso me dijo. Se mudó cuando su amigo y sus compinches se metieron en una trifulca de tres días en la que al final tuvo que intervenir la policía. A ella la arrestaron por alteración del orden público y le concedieron la suspensión de la sentencia. Naturalmente perdió el empleopor no presentarse a trabajar o llamar siquiera.
Sarah decidió alojarse en la Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes hasta encontrar piso, pero se marchó y durmió en la estación Pensilvania dos noches porque aquello le recordaba demasiado a sus padres. Pronto encontró un puesto de secretaria, recepcionista, tesorera y bibliotecaria en no sé qué organización de librepensadores, y como podía hacer y deshacer a su antojo sin intromisiones, estaba contenta.
Así seguía aquella primera vez cuando me la topé en Nueva York. Pronto retomé el contacto con antiguos compañeros que iban por delante de mí en la universidad y que también vivían en la ciudad, que me acogieron en lo que se conocía como el Círculo de Alabama. Intenté que Sarah me acompañara a las fiestas y reuniones que organizaban, pero no quiso saber nada. Decía que eran un hatajo de pedantes y guaperas avejentados, y que no pensaba ni acercarse a ellos. Al final la convencí para que viniera conmigo una noche, y una vez allí se lo pasó en grande, salvo por una cosa: se enamoró de nuevo, de un tipo que era el equivalente masculino de toda beta nu que se precie de serlo, que le hizo perder la cabeza y que no tenía la menor intención de casarse con ella. Eso por poco no la mató. De hecho, me contó que había intenta-do meter la cabeza en el horno, pero no pudo aguantar porque se asfixiaba con el gas.
Supongo que esa aventura, por fugaz que fuera, tuvo su parte buena porque durante un tiempo le quitó aquellos perros de la cabeza. A ver, a mí los perros me encantan, pero no me encanta tener a un bóxer en el regazo y a otro abrazándome por el cuello y que invadan un apartamento minúsculo. Enseguida me di cuenta de que oír una mala palabra hacia aquellas bestias ponía a Sarah hecha una furia, ¡y vaya furia! Si se me había ocurrido pensar que con el tiempo ya no tendría la lengua tan afilada, me equivocaba de medio a medio: tan solo había expandido su vocabulario para incluir una cuidada selecciónde obscenidades yanquis, y como bien sabéis nada suena peor que alguien de Nueva York soltando palabrotas. Me contó que su vecina odiaba a los perros y una vez
había amenazado con llamar a la policía porque armaban mucho jaleo.
—Te puedes imaginar lo que le contesté —dijo Sarah.
No tardé mucho en descubrir que Sarah tenía pocos amigos, si es que tenía alguno. Era atractiva como la que más cuando quería, pero bastaba con que fuera a una cita para echarlo todo a perder poniéndose como una cuba y contando la historia de su vida antes de caer redonda, perdiendo así cualquier tanto a su favor. Tampoco tenía amigas, hasta donde yo sé, ni parecía echarlas en falta. A mí por alguna razón me soportaba, y yo por lástima la consentía.
Ser amiga de Sarah era difícil, en todo caso. Suponía escuchar la incesante letanía de sus problemas, o sea, de cosas que habían pasado hacía mucho tiempo. Tenía un compendio de desventuras y las culpas correspondientes, pero por algún motivo no podía resistirse a hurgar en la herida igual que los perros hurgaban en el pienso.
Tomó la costumbre de llamarme en plena madrugada dándole vueltas en la cabeza a los contactos de GeorgineFaircloth con las altas esferas, o a aquella vez en la que pasó la noche en el calabozo de Montgomery porque el chico con quien había salido se chocó con otro coche, o a lo vil que había sido su padre al comprar a su marido. El problema era que me tenía en vela hasta el amanecer con el monólogo de turno. Cuando me cansé de aguantarlo y le colgué un par de veces, me acusó de que no me importaba un comino lo que le pasara. Nunca he visto a nadie que se mire tanto el ombligo...
Cielos, me he enrollado tanto hablando de Sarah que por poco se me olvida contaros lo que hizo. Bueno, fueuna mañana hace un par de semanas. Sarah pilló un resfriado y no pudo ir al despacho, o por lo menos eso fue lo que me dijo: creo que uno de los perros cayó enfermo y ella se quedó en casa cuidándolo. A eso de las diez y media alguien se puso a aporrear como loco la puerta y Sarah fue a abrir. Allí estaba su vecina, la señora Fohlmer, con la que había tenido el encontronazo por los perros, plantada en la puerta. La señora Fohlmer se había prendidofuego no sé cómo, probablemente con aceite hirviendo, y se estaba quemando viva, así que Sarah le cerró la puerta en las narices y la señora Fohlmerse achicharró en el rellano.
Y ahora Sarah me llama sin parar con eso en la con-ciencia. Os juro que está empezando a pesarme.
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