Adelanto de “Lo que la primavera hace con los cerezos”, el nuevo libro de Marta Robles, sobre las relaciones de amor y desamor de los creadores
Marta Robles se adentra en su nuevo libro en las relaciones amorosas de creadores tan dispares como Joyce y Quevedo o Neruda y Marilyn Monroe. Adelantamos un extracto del capítulo dedicado a Frida Khalo y Diego Rivera
Creada:
Última actualización:
Diego Rivera ya era el Elefante. Y ella la Paloma. Pero ni su aspecto, ni su panza, ni la diferencia de edad (veintiún años), que conjugados dan origen a sus respectivos apodos, restan atractivo al hombre a los ojos de la niña que, años más tarde, se pondrá en contacto con él a través de Julio Antonio Mella y Tina Modotti, dos comunistas, él cubano exilado en México y ella italiana, fotógrafa y activista revolucionaria del Partido Comunista de México. Les une la pintura, pero también la ideología, que facilita que Diego vea los cuadros que Frida le lleva mientras continúa con sus murales. Entre ellos, aquella primera pintura que le regaló en su día a su novio y que le fue devuelta, que es la que más valora y alaba el consagrado Rivera.
Diego está de regreso de su viaje por el mundo, donde ha ido combinando el aprendizaje del arte con las pasiones amorosas. Antes de encontrarse con Frida, ya se ha casado en París con la también pintora Angelina Petrovna Belova, con la que tiene un hijo que fallece al año, y ha tenido otra relación con otra pintora, Marevna Vorobev-Stebeslka, con quien tiene una hija. Y luego, al volver a México para hacer ese mural en la Escuela Nacional Preparatoria, donde Frida posa por primera vez sus ojos en él, ha contraído matrimonio de nuevo con Guadalupe Marín, con quien tiene dos hijas. No parece el mejor escenario para una nueva relación, pero en el ideario de Diego Rivera los compromisos están para romperlos, y eso hace él, para poder casarse una vez más, en esa ocasión con esa joven artista que también lo ama y que no es otra que Frida. Un enlace que no acepta sin rencor la última esposa abandonada, Lupe Marín. El mismo día en que se celebran los esponsales de Diego y Frida en la terraza de Tina Modotti (amante ocasional de Rivera y amiga para siempre de Kahlo), engalanada para la ocasión con coloridos adornos y repleta de comida típica, la exmujer despechada del pintor, furiosa sobre todo porque su exmarido no le pasa la pensión de sus hijas, levanta la falda de Frida durante la fiesta y deja a la vista de todos sus piernas delgadísimas (una más que la otra), para burlarse del cambio de Rivera. «Miren esos dos palitos. Por ese par de piernas me ha cambiado Diego», dice Guadalupe con rencor. Rivera, borracho, dispara al aire y su recientísima esposa, al intentar detenerlo, acaba derribada sobre el suelo. Tan sonado comienzo no es más escandaloso de lo que será toda su relación posterior.
Al año del enlace, Frida se queda en estado. Parece que una de sus ilusiones va a cumplirse por fin. Está con el hombre que ama y admira y va a darle un hijo… Su sueño, sin embargo, se trunca muy al principio del embarazo. Su cuerpo roto y recompuesto no admite una gestación ni permite que el bebé se forme. La solución es un aborto terapéutico que hunde a Frida en un desánimo que se agranda con el pronóstico, casi probado, de que no podrá tener hijos jamás. De entonces es una de sus más reconocidas obras: Aborto en Detroit. [...]
[...]Cuando al fin regresan a México se instalan en dos casas unidas por un puente en el barrio de San Ángel que Rivera encarga construir al arquitecto Juan O’Gorman, tal vez para facilitar la doble vida de él, con o sin la aceptación de ella, que, pese a lo tantas veces contado, jamás muestra sumisión ni a su marido ni a la vida. En medio de esa autonomía y codependencia representada por las casas conectadas, ella vuelve a concebir un tercer hijo que tampoco llega a nacer. Su cuerpo no vale para la maternidad. Su cuerpo es un escollo para vivir que se va deshaciendo poco a poco. No así su talento.
Cuando unos meses más tarde tienen que amputarle unos dedos del pie derecho, Frida, quebrada hasta el infinito, sabiendo que jamás tendrá ya ese hijo que tanto desea y consciente de su estado físico, se concentra en la pintura en cuerpo y alma. Mientras, su Diego, su Elefante amado, va midiendo el talento de las artistas con las que se cruza «siempre en relación con la temperatura de sus bajos», a decir de Frida, y se dedica a compartir su propio «calor» con ellas. Su esposa acaba conociéndolas a todas sin remedio. Le incomodan más que herirla, por la conciencia de las limitaciones de su propio cuerpo y por pensar que ellas le ofrecen a su marido lo que ella no puede darle. Lo soporta todo hasta que llega la traición terrible e inesperada compartida por su esposo y su hermana Cristina. Su cómplice desde niña, su amiga, su confidente, es la misma que le pide a Diego que la contrate como secretaria y modelo y que acaba convirtiéndose en su nueva amante. Ese dolor intenso e inesperado rompe en mil pedazos el atormentado corazón de la artista.
Frida se va. Y pinta. Como siempre que siente ese dolor que es parte de su vida. Pinta y asesina en su cuadro Unos cuantos piquetitos, en el que una mujer se desangra sobre el lecho tras recibir las puñaladas de su pareja. Es la traducción de una noticia aparecida en el diario. O tal vez el ansia de matar a la traidora. O al traidor. O a ambos. O al dolor de la traición.
Nadie imagina lo que esas dos almas creadoras se necesitan, pese a todo, y cómo les es imposible no volver a juntarse, aunque con la marca de la afrenta en el corazón de ella. Y entonces vuelven a ser pareja. Pero ya no como antes. Ya no es la pobre Frida aguantando los deslices del gran Diego, sino ella también amando a destajo a hombres y mujeres. Georgia O’Keeffe, Joséphine Baker, Dolores del Río, artistas, cantantes, actrices… Rivera no siente desagrado al pensar en las relaciones de su mujer con otras. Ni siquiera inquieta al pintor el arrebatado amor (nunca sabremos si físico o platónico) que comparte más adelante con Chavela Vargas, cuya magnitud se revela en sus apasionadas cartas de ida y vuelta. La cantante destruye las de la pintora, pero algunas de las que Frida envía al escritor Carlos Pellicer tras conocer a Chavela no dejan lugar a la duda: «Hoy conocí a Chavela Vargas. Extraordinaria, lesbiana, es más, se me antojó eróticamente. No sé si ella sintió lo que yo. Pero creo que es una mujer lo bastante liberal, que, si me lo pide, no dudaría un segundo en desnudarme ante ella. ¿Cuántas veces no se te antoja un acostón y ya? Ella, repito, es erótica. ¿Acaso es un regalo que el cielo me envía?».
Ni este discurso de Frida ni el de «vivo para Diego y para ti. Nada más» que le escribe a Chavela Vargas, quien se va a vivir a la Casa Azul con ella y con Diego durante un tiempo, supone motivo de zozobra para el pintor. Pero cuando descubre a su mujer junto al escultor Isamu Noguchi, la cosa cambia.
—Separaos —dice Diego, apuntando con una pistola al escultor al encontrarlo en la cama con su esposa—. Ahora. Si no queréis que le vuele la cabeza. Tal vez os la vuele a los dos. Frida no cambia el gesto. La vida y la muerte le son igual de familiares. Siempre ha vivido en el filo de la navaja y no le preocupa dejar este mundo cuando le toque.
—Baja el arma, Diego. Es un poco tarde para orgullos heridos. Pero el escultor no duda en levantarse, desnudo, y tampoco en correr hacia su ropa sin dejar de mirar a Diego Rivera, por si acaso se le escapa un disparo.
—Ya me voy, Diego, ya me voy.
Y así concluye la fiesta y ese romance de meses que Frida cambia, al poco, por el que sostiene con el fotógrafo residente en Nueva York Nickolas Murray (su querido Nick). «Te quiero tanto, Nick, tanto te necesito que me duele el corazón», le escribe en sus cartas. Un idilio que se extiende, con muchas interrupciones, durante un largo periodo, casi hasta el inicio de uno de sus amores más sonados y relevantes para Frida, aunque no obtenga correspondencia: el que siente por León Trotsky.
El revolucionario ruso llega a México en 1937, acompañado por su esposa Natalia Sedova y huyendo del líder ruso Iósif Stalin, que ha dado órdenes precisas de asesinarlo.
La familia de Frida lo acoge de inmediato, y entre León y Frida comienza una intensa relación marcada por la admiración política, que ella quiere ampliar hasta el romance. Es Natalia Sedova quien lo evita, dando un ultimátum a su marido, que decide mantener a Frida a cierta distancia, aunque tanto ella como su marido, trotskistas declarados, formen parte de su clan más cercano.
Pese a su conexión en el alma, el arte y la política, Frida y Diego siguen siéndose mutuamente infieles de forma continuada. Después de muchas mujeres y hombres anónimos que pasan por las camas de ambos, Frida inicia una sonada aventura con el médico Heinz Berggruen, en Nueva York, que el galeno reconoce que carece de todo compromiso, puesto que ella le ha dejado muy claro el vínculo que existe con su esposo. Mientras, Diego se enreda con otras dos sucesivas amantes: primero con Irene Bohus y después con la actriz norteamericana Paulette Goddard. No parecen romances distintos a tantos otros disfrutados por el pintor, pero, sin que conozca el motivo, el Elefante le pide el divorcio a la Paloma y no tarda en hacerse efectivo.
Frida, como respuesta a la separación, hace lo que acostumbra: alejarse y pintar. Y deprimirse y beber. Se refugia en la casa familiar de Coyoacán, pero como el recuerdo de su infancia no es suficiente para mitigar sus penas, prueba a hacerlo con el coñac. «Quise ahogar mis penas en licor —dice a sus amigos— pero las condenadas aprendieron a nadar». Bebe y pinta. Pinta y bebe. Y se siente sola. Y triste. Y sufre. Ni contigo ni sin ti. No puede estar con Diego, pero estar sin él es la mayor de las torturas.
Entretanto, Trotsky, ya no tan próximo políticamente a la pareja separada y lejos de la Casa Azul de los padres de Frida, es asesinado por Ramón Mercader. Un partidario de Stalin, pero más aún un obediente hijo de su madre, Caridad (del Río) Mercader, que lo adiestra para vivir una vida falsa con el único objetivo de realizar el encargo del líder comunista al que ella venera: asesinar a Trotsky.
El crimen resulta tan inesperado que Frida Kahlo, por cercanía, por ese amor que no prosperó o por las circunstancias de un México sorprendido por la muerte del revolucionario ruso, es arrestada como posible cómplice del asesino, aunque, por suerte y por falta de pruebas, es liberada poco después.
Tras el incidente, la salud de Frida empeora y ha de regresar a San Francisco para visitar a su siempre querido amigo el doctor Eloesser; pero al hacerlo y acercarse también a saludar a su exesposo, que convive con dos mujeres, se desata tal pasión entre los excónyuges, que él le pide volver a casarse. Frida acepta, pero imponiendo nuevas reglas: compartirán vida, gastos y amor por el arte, pero… jamás volverán a tener ningún contacto sexual.
Sorprendentemente, Diego Rivera consiente y ambos se entregan a las reglas de ese nuevo matrimonio y dejan el sexo fuera de él. A cambio, las relaciones extraconyugales se multiplican. Entre los infinitos nombres cabe destacar el de Rina Lazo por el lado de él o el de Josep Bartolí por el de ella, aparte de otras muchas relaciones diferentes en las que, en el caso de Diego, sobresale un nombre, el de María Félix. Se enamora con tal intensidad y devoción de la actriz que hasta procura que la propia Frida sienta ese mismo amor y que su relación se convierta en un triángulo amoroso. La actriz comparte con ambos largas temporadas en la Casa Azul; pero se desconoce si realmente el trío llega a consumarse.
El éxito y reconocimiento de Frida crecen al ritmo de sus pasiones carnales, amores y desamores, y de todo ese enredo de sentimientos compartidos o no con su esposo, pero su salud sigue siendo su infierno en la tierra. No le importa luchar por demostrar que ella no es una pintora surrealista, por más que André Breton lo afirme, porque ella sabe desde niña que la pintura es la expresión de sus dolores más reales, de sus propias tragedias, que acaban retratadas en sus lienzos. Los intentos por conseguir mejorar sus males físicos a través del trasplante de un hueso y por evitarle los dolores son infructuosos. Tanto que, cuando por fin consigue una exposición individual en la Galería de Arte Contemporáneo de Lola Álvarez Bravo, han de poner una cama de hospital en medio de la exhibición a la que llega en ambulancia, casi drogada por tantos medicamentos para tratar de aliviar su tormento interminable. Poco después de aquel día feliz en el que el padecimiento no evita que cante corridos, que beba sin parar y que celebre la ocasión vestida de mexicana, tienen que amputarle la pierna derecha. Le fabrican entonces sus famosas botas rojas, pero apenas si puede caminar. Y menos cuando empeora su salud y ella, tozuda, pretende seguir siendo independiente y tiene diversos pequeños accidentes, como el de clavarse una aguja en un glúteo al caerse de la cama. Su salud está tan minada y su organismo ofrece tan pocas defensas a cualquier cosa, que contrae una neumonía y resulta mortal.
Lo mejor de su historia es que vive intensamente. Vive hasta la extenuación, pese al tormento constante que supone la vida para ella. Ni siquiera el dolor puede evitar que la disfrute apasionadamente, dentro y fuera de las sábanas. Tampoco que su talento quede firmado en tantos lienzos que recogen su propia vida y su propio dolor. Su realidad. Todo cuanto le acontece. Lo último que escribe: «Espero alegre mi salida y espero no volver jamás». Cualquiera en su caso hubiese querido partir antes para no regresar jamás.
¿Y Diego? La ama siempre, sin duda. Pese al sufrimiento que le provoca a lo largo de esa relación (inspiradora en el amor y en el dolor), están hechos el uno para el otro. Pero ¿es necesario que la someta a tanto padecimiento añadido al que le acarrea su frágil estado físico? A la muerte de Frida el pintor también afirma: hombre es producto de la atmósfera social en la que crece y yo soy quien soy. No tuve nunca moral alguna y viví solo para el placer, doquiera que lo encontrara (…). Si amaba a una mujer, mientras más la amaba, más deseaba lastimarla, Frida solo fue la víctima más obvia de esta desagradable víctima de mi personalidad» .
Lo que no llega a entender Diego, quien tras la muerte de Frida se vuelve a casar por última vez con Emma Hurtado, es que Frida jamás fue víctima ni de él ni de nadie. O tal vez de la propia vida, a la que le echó un pulso. Sin duda, pese a los tormentos, ganó.