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cultura
El Niño de Elche, del flamenco a la ascesis
El creador reúne poemas, aforismos y textos de diarios en su libro más personal

Toda la creación del Niño de Elche germina en un espacio liminal, en la topografía no cartografiada entre el flamenco, la escritura, la instalación sonora o la performance. Su tercer libro, «Conversaciones con un monje de madera» (ESPASAesPOESÍA), habita esta zona de interferencias, en la que lo híbrido erosiona los límites de los compartimentos puros. En «Conversaciones…» hay poesía, pero también narrativa, aforismo, diario personal. Como explica el propio autor, detrás de este sincretismo de géneros no hay «una intención clara. El hecho de la conversación puede manifestarse de muchas maneras. No tiene una forma concreta».
En su nuevo texto, Paco Contreras mantiene una íntima conversación con la escultura de un monje trapense: «Esta figura llegó a mi vida porque es la que se utilizó para entregar el Premio de los Derechos Humanos de la Fundación Ernesto Cardenal. Me pareció muy bonita. Hablé con los hederos y la compré. Entonces surgió la idea de conversar con ese monje».
Material y espiritual
La relación que, a lo largo de las páginas, establece el Niño de Elche con el monje de madera se escinde en dos dimensiones: una material y otra espiritual. Si atendemos, en primer lugar, a la material, esta se traduce en una suerte de una «fenomenología de la madera» –son numerosas las entradas que se recrean en las finas grietas que atraviesan la efigie del monje, su textura, la limpieza ritual de su superficie–. El escritor no duda en reconocer la sensualidad: «Cada vez me gusta más la escultura, sobre todo la que tiene que ver con lo físico, con el cuerpo. Pensar la realidad a partir de la madera es algo que hago constantemente porque toco la guitarra, Pero también la madera se revela en la mesa, en la cruz… El tacto es fundamental». Por otra parte, todo el libro está cosido por el hilo de un viaje de crecimiento espiritual. En rigor, lo que el Niño de Elche vuelca en «Conversaciones con un monje» es una ascesis en la entera dimensión de su significado –esto es: un conjunto de prácticas cotidianas encaminadas a conseguir la perfección moral y espiritual–. De hecho, uno de los momentos cruciales del libro lo descubre el lector a través de una pregunta que el mismo autor se realiza a sí mismo: «Niño de Elche, ¿crees en Dios? / Cada vez más». Esta confesión –en torno a la cual se teje toda la constelación semántica del texto– no está exenta de valentía: «Hay momentos –reconoce– en que uno siente que algo ha cambiado en su relación con Dios. Es cierto que hay un caldo que cultivo que se ha ido cociendo en los últimos tiempos. Cuando escribía estaba dudando entre expresar abiertamente mi creencia o callarla. El monje de madera me animó a confesarla. Ponerla por escrito constituyó una de mis grandes dudas. Pero cuando llega el momento, hay que hacerlo. En realidad, y como dice Jung, se trata más de conocer que de creer».
«Conversaciones con un monje» es un libro intersticial, escrito en los mínimos espacios que deja el tiempo productivo. En tiempos de urgencia –sentencia Michel Maffesoli–, la única alternativa que queda es una «estrategia de la lentitud». Y, sin duda, el libro del Niño de Elche constituye una refinada «poética de la lentitud», convertida en un paradigma de disidencia. En palabras del autor, «he tardado en escribir el libro porque necesitaba reflexionar y leer más. Las concepciones de lo ritual en lo cotidiano me han salvado de mi vida frenética». La lentitud invoca el silencio, que se convierte en la materia de la que está hecha cada palabra. En el silencio –asevera– «está la escucha: tanto la de uno mismo como la del prójimo. Es en él donde nace la conversación, donde se manifiesta más intensamente la divinidad. En los monasterios se enseña el silencio, la escucha y la lectura».
La geografía experiencial que dibuja es una determinada por la atención al detalle, a los gestos sutiles que la sociedad desecha por insignificantes. Se transparenta la necesidad de tomar distancia con respecto al ruido civilizador y habitar una soledad en la que experimentar la libertad de las pequeñas cosas.
En su opinión, «es necesaria esa clase soledad que te permita desplazarte de la zona de control. La civilización es magnífica y soy un gran urbanita, pero con el control hay que tener cuidado. Soy un humanista y no necesito el control estatal para que todo funcione. Valoro más la moral, la ética, el arte. La gente no mata por la calle porque sea consciente de la presencia policial. Soy de la “soledad acogedora” –como decía Cacciari–. Y también de las “comunidades solitarias” de las que hablaba Pascal. Cuando te desplazas a un terreno descentrado, eres tildado de peligroso».
- «Conversaciones con un monje de madera» (Espasa), de El Niño de Elche, 152 páginas, 15,90 euros.
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