San Juan de la Cruz divino hasta para los ateos
La RAE reúne los versos de uno de los mayores poetas de la historia en «Cántico espiritual. Poesía completa», que da cuenta de la riqueza e influencia decisiva de su obra
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Santa Teresa de Jesús dijo de él: «Jamás le hemos visto una imperfección», en una carta de 1568 al que era su asesor espiritual, Francisco de Salcedo. En ella, recomendaba tener en cuenta a fray Juan de Santo Matía (su primera identificación como fraile antes de convertirse en Juan de la Cruz) para que llevara a cabo asuntos relacionados con la fundación del convento de carmelitas descalzos de Duruelo. Teresa se refería a la personalidad y conducta de Juan, pero podría extenderse esa ausencia de imperfecciones a su obra poética, habida cuenta de su altura lírica y profundidad filosófica. De eso da cuenta ahora «Cántico espiritual. Poesía completa» (Real Academia Española), a cargo de María Jesús Mancho Duque.
«Buscando mis amores, / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras», se lee en la tercera estrofa del «Cántico espiritual»; en ella, la amada decide lanzarse en pos de su Amado, explica la estudiosa, «con la firme determinación de que ni el goce de los placeres la distraiga de su propósito, ni el temor de los peligros le impida su avance, en la confianza esperanzada de superar los más arduos obstáculos y de vencer a los más fieros enemigos». Es un ejemplo de la dimensión lírica de San Juan de la Cruz, de tinte amoroso y desde la búsqueda activa de Dios. De ahí que el profesor universitario de literatura española Jesús Ferrer afirme que «la poesía de San Juan de la Cruz rebosa simbolismo místico, unido a una denodada lucha interior de acuerdo al anhelo de unión del alma con la divinidad».
Así las cosas, Macho Duque aclara metáforas, pone en contexto los tópicos literarios antiguos y señala la riqueza del componente léxico y rítmico del poeta, cuya obra total no excede los mil versos. Puede ser que a veces su lectura no sea fácil, pero «como apuntaba el Padre Doria en los albores de la reforma carmelitana, sus escritos son como los granos de pimienta que dan calor y despiertan el apetito». Son palabras de Miguel de Santiago, un sacerdote y periodista que en los años ochenta editó la obra de San Juan.
Esto nos llevaría al influjo del poeta abulense en escritores de todo el mundo durante los últimos quinientos años; por algo dice el poeta y profesor José Luis García Martín que «representa la figura máxima, en la literatura española, de un tipo de poeta: el vate inspirado, aquel para el que la poesía es –o parece ser– un don del cielo», que contrapone al perfil del poeta estudioso, como Fray Luis de León. Con libros de idéntico nombre, «La soledad sonora» (1911 y 1991), Juan Ramón Jiménez y Antonio Gala bebieron de la estrofa XV del «Cántico espiritual»: «La noche sosegada / en par de los levantes del aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora». Y qué decir del Jorge Guillén que encabezó la primera parte de su «Cántico» (1950) con este epígrafe: «Por el otero asoma / al aire de tu vuelo».
«¡Qué tenacidad la de San Juan por alcanzar el fruto deseado, “ese no sé qué que quedan balbuciendo”, los distintos mensajeros, en sus “Canciones entre el Alma y el Esposo”», dice el poeta Agustín Porras Estrada, aludiendo con ello a una famosa aliteración cuya impresión sonora ilustra el efecto mismo del balbuceo, y a la vez a este fragmento: «¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados, / formases de repente / los ojos deseados, / que tengo en mis entrañas dibujados!». Asimismo, otro ejemplo de sofisticación lingüística sería el que destaca Ferrer al citar el verso «le di a la caza alcance», a sus ojos, «todo un hallazgo de impactante carga semántica».
Realmente, para cierta generación libresca nacida a mediados del siglo XX, San Juan de la Cruz fue clave. Andrés Amorós habla de que «no hace falta ser creyente para apreciar la calidad extraordinaria de su poesía» y recomienda el estudio de Dámaso Alonso «San Juan, desde esta ladera», al tiempo que añade que hay una parte de su poesía que se puede estudiar y explicar, y otra que no, porque alcanza lo inefable; en este aspecto, lo compara con la música de Bach. Y curiosamente, el narrador José Maria Conget sostiene algo semejante. «Yo he leído siempre a San Juan desde esta ladera, como decía Dámaso Alonso. Y desde esta ladera su poesía me parece misteriosa y deslumbrante y memorable verso a verso. Ningún otro poeta de lengua española posee su capacidad de sugerencia, aun sin entender el significado. “Y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo” es emoción verbal, lo más parecido que conozco en literatura a la música de Bach. Hay versos –‘‘las ínsulas extrañas”– que me remiten al paraíso. Y yo no soy creyente», afirma.
Otro autor de similares años, Luis Alberto de Cuenca, lo tiene claro: «El poeta español o hispanoamericano que no se haya visto afectado en su manera de hacer versos por San Juan de la Cruz probablemente miente», dice, complacido por tener a mano siempre el número 171bis de la colección Crisol de Aguilar, en el que se ofrece la poesía completa de San Juan con prólogo y notas de Alonso. «Es uno de mis fetiches bibliográficos favoritos. De hecho uno de mis libros más intensos, “Por fuertes y fronteras” (1996), le debe el título», asegura entusiasta el poeta, filólogo y traductor. Y por su parte, José Luis Morante, vecino de donde nació el poeta del siglo XVI y ganador además del Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz en 2001, asevera convencido de su afirmación que «la influencia del poeta sigue siendo máxima», en particular en la poesía amorosa contemporánea.
Desde una universidad californiana, Gonzalo Navajas advierte que San Juan de la Cruz «ocupa un espacio significativo en la historia de las ideas, en cuanto que su poesía queda inserta en una larga línea del pensamiento (que va desde Spinoza a Unamuno) que valora las emociones y las experiencias existenciales profundas como formas de conocimiento tan legítimas y poderosas como la razón». Desde Nueva York, el poeta Hilario Barrero declara que «sin Juan de la Cruz no sólo no habría un “gap” en la historia de la literatura española, sino también se hubiera producido un vacío “místico” en el pensamiento cristiano». Esta opinión hace constatable lo que aquel “medio fraile”, como cariñosamente le llamaba Santa Teresa por su baja estatura, al decir de Ferrer, «no es solamente el poeta de excelente clasicismo que ha admirado durante siglos a tantas generaciones lectoras, sino también el artífice de una lírica que combina la experimentación lingüística con la espiritualidad conceptual».
Y es que, ciertamente, cuando leemos el poema «Noche oscura del alma», somos capaces de sentir, «en su palpitante vigencia, que la voz y escritura del poeta se dirige a cada uno de nosotros personalmente, porque sus versos son fiel reflejo de una necesaria trascendencia espiritual que, más allá de lo religioso, caracteriza la identidad antropológica del ser humano». El poeta y eclesiástico fue beatificado en 1675 y canonizado en 1726 como San Juan de la Cruz, pero más allá de esto, su divinización es poética y por siempre.
El que nació como Juan de Yepes (Fontiveros, Ávila, 1542) estudió en Medina del Campo, en entidades de caridad cristiana y en los jesuitas. A los veintiún años ingresó en la Orden del Carmen y, en 1564, se trasladó a la ciudad de Salamanca, donde estudió Artes y Teología. Sin embargo, en el seno de esta orden se desarrollaron diversas controversias y diferentes polémicas por las que fue amonestado –se le reprochaba, entre otras cosas, la austeridad que predicaba– y, al fin, enviado en 1577 a una prisión conventual en Toledo a modo de reprimenda, circunstancia que utilizó para dar cauce a su pulsión poética y mística y refugiarse en ella. La reclusión duró ocho meses, pero consiguió escapar del encierro y se instaló de manera temporal en Andalucía. Más adelante, pasados los años, volvería a Castilla, en 1588, en calidad de prior de los carmelitas, y tan solo tres años después, encontró de manera inesperada la muerte en Úbeda, justo cuando estaba de camino para zarpar al barco que lo iba a llevar a América.
Anna Serra Zamora, en su edición de «En una noche oscura. Poesía completa y selección de prosa» (Penguin, 2018), explica que Juan de Santo Matía «echaba en falta más ascetismo y un retorno a la regla original del Carmen, establecida en Palestina en el siglo XIII, donde unos eremitas vivían bajo la inspiración del profeta Elías. Ese era el modelo de vida retirada que él deseaba». Esa idea llevaría al futuro poeta a apoyar las iniciativas de una eclesiástica como Santa Teresa de Jesús, con la que compartía tantas cosas y a la que había conocido en Medina del Campo en 1567. El nombre que adoptó, con esa «cruz», «indica el vínculo de su religiosidad con el sufrimiento de Cristo, que deviene un ejemplo de vida (“imitatio Christi”)», señala la investigadora. Esta dice que Juan ejerció como director espiritual y confesor en conventos de monjas y fundó diversos conventos masculinos.