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Madame Élisabeth, el mejor apoyo de Luis XVI

La editorial San Román traduce al castellano «El sacrificio de la tarde», el libro de Jean de Viguerie dedicado a la figura de Isabel de Francia
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La editorial San Román traduce al castellano «El sacrificio de la tarde», el libro de Jean de Viguerie dedicado a la figura de Isabel de Francia.
Dicen que las personalidades más fuertes del romanticismo pertenecieron siempre, o en buena medida, a mujeres, sirvan Mary Shelley y Ada Byron como ejemplos. Incluso que detrás de todo un rey de Francia como Luis XVI había una figura mucho más intensa y decidida, Madame Élisabeth, su hermana. Ambos corajudos, pero si el primero era de «juicio lento y decisiones dubitativas», la segunda era «rápida de juicio y resolución pronta», recoge Jean de Viguerie (1935) en «El sacrificio de la tarde», un libro en el que el historiador francés –aunque nacido en Roma– profundiza en la vida y muerte de Isabel de Francia (1764-1794) y que ahora la editorial San Román traduce –José Esacandell– al castellano.
No fue hasta el segundo centenario de la muerte de Élisabeth que De Viguerie se detuvo en en ella: «Inmediatamente me llamaron la atención su fuerza de voluntad, la intensidad de su vida interior y la vivacidad de su palabra. (...) Advertí asimismo que pertenecía a una especie muy rara de mujeres, a saber, a la de las tímidas elocuentes». Aunque su espíritu cambiaba «cuando estaba por medio la salvación de las almas, o cuando estaba en juego la suerte del rey, no sentía ningún freno, sino que se lanzaba a persuadir y exhorta», continua un autor que le apoda como «la suplicadora» por alentar a sus amigas a la vida cristiana, por amonestar a sus damas de compañía o por suplicar al diputado Barnave para que creyera en la buena voluntad de Luis XVI. Incluso animó ante la muerte a quienes estaban condenados junto a ella, porque el final de Madame Élisabeth fue el más poético –y cruel– de la época: la guillotina.
Ni boda ni convento
Con una infancia difícil, en la que se quedó huérfana de padre y madre a los tres años, Isabel de Francia se consagró a Dios a los quince años. Así no se casaría jamás, pero tampoco quiso encerrarse en un convento y sí «vivir en el mundo» –define De Viguerie– , mantener su rango dentro de la corte. Por lo que era habitual verla en fiestas, bailes, viajes y en la ópera: «Practica el retiro y nunca sale más que con su familia y en compañía de Angélica de Bombelles», escribe. Fue la familia lo primero, y casi único para la protagonista.
Sin haber ambicionado jugar un papel político, el devenir de los acontecimientos la llevó a intervenir una vez pasada la Revolución. Hasta que dejó de creer en la llegada de «mejores días» para Francia. Fue entonces cuando se empeñó en intentar salvar a los miembros de la corte. De Versalles a Tullerías o Varennes... y a la prisión del Temple, el paso previo a la guillotina y donde recitó su recordada oración: «Ignoro por completo, Señor, qué me pasará hoy. Todo lo que sé es que no me pasará nada que Vos no hayáis previsto desde toda la eternidad». Palabras que todavía hoy son recordadas por muchos cristianos y que durante la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en el rezo de combatientes y prisioneros.