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LITERATURA

Mario Vargas Llosa: la fórmula de la creación liberal

Los personajes de sus novelas siempre gozaron de libertad, una mirada hacia la realidad sobre la que el tiempo le iría dando la razón, con la progresiva democratización de países hispanoamericanos

Mario Vargas Llosa durante un mitin en Peru en 1990 Afp

En la literatura hispanoamericana del siglo pasado, Mario Vargas Llosa adelantó una posición alejada de lo que representaron algunos de sus contemporáneos del famoso «boom» latinoamericano.

En buena medida, los narradores de aquel grupo inventaron una identidad americana de fantasía, fabricada a partir de dos perspectivas. Por un lado, la de los sueños utópicos de una generación ideologizada por la Guerra Fría y la animadversión a Estados Unidos, el gigante del norte. Por otro, la de una mirada que quiso reivindicar una realidad ajena a lo occidental, saturada de irracionalidad y exuberancia exóticas, como si Hispanoamérica –o más exactamente Latinoamérica– fuera el terreno propicio para el despliegue de un mundo alternativo que habría estado como reprimido hasta entonces. La literatura vendría a sacarlo a la luz, a redimirlo, y, en el mismo gesto, a abrir la vía a una sociedad distinta, una que se moviera según criterios ajenos a la tradición occidental de racionalismo escéptico. Una especie de excepcionalismo latinoamericano.

Peru's Nobel Literature Prize laureate Mario Vargas Llosa Francisco SecoAgencia AP

De Latinoamérica a Hispanoamérica

Fue el famoso realismo mágico, que encerró a Latinoamérica en un experimento en el que el antiguo anticolonialismo se conjugaba con el marxismo y, por si todo esto fuera poco, con la estética barroca e impredecible –pura emoción– inventada por unos escritores de ambición continental, primero, y luego global. Como era de prever, aquellos sueños se convirtieron muy pronto en pesadillas, y la aparente frescura y libertad de «Cien años de soledad» se mudó pronto, en la propia obra de García Márquez, en un mundo inextricablemente oscuro, inhóspito y resentido a fuerza de melodramatismo. Al fracaso político y cultural se sumaba el literario, aunque muchas de estas obras, y sus propios autores, siguen disfrutando de consideración en círculos académicos.

No todos los escritores americanos se encerraron en aquel laberinto sin salida. Rulfo, convertido en una de las grandes estrellas del realismo mágico latinoamericano, era demasiado exigente con el estilo como para acabar de tomarse en serio el papel de profeta de una nueva realidad social. Lezama Lima, y luego Severo Sarduy y Cabrera Infante, cultivaron una imaginación desbordada, sin freno, que debía más a la tradición hispana y oriental que a la figuración delirante de lo latino. Y Vargas Llosa, por su parte, logró zafarse pronto, ya en los años 60, de lo que parecía una tendencia irremediable, convertida, por necesidad y oportunidad, en vocación.

En realidad, ya su primeras novelas, las más memorables que escribiría, como «La ciudad y los perros» (1963) y «Conversación en La Catedral» (1969), desarrollan una sensibilidad propia. Y más que por su apego a un cierto realismo, a veces muy crudo, por la actitud crítica que le llevaba a distanciarse de esa actitud que hizo de la literatura el cebo para emprender la aventura de crear un mundo mejor, comunista en el fondo. Era irremediable, aunque había que estar dispuesto a asumir las consecuencias, que esa forma de ver la realidad y el hecho literario llevara a Vargas Llosa a romper con las ilusiones socialistas.

Por mucho que la calidad de su obra fuera para entonces indiscutible, Vargas Llosa quedó condenado a una cierta soledad. Aun así, la realidad le iba dando la razón, con la progresiva democratización –en cierto sentido, una forma de normalización– de muchos países hispanoamericanos. Es una realidad a la que él mismo contribuyó con su compromiso político personal y su prestigio, que puso al servicio de una acción destinada a evitar las dictaduras, ya fueran anti, pro o pura y simplemente comunistas.

Su instalación en Reino Unido y luego en España no impidió que siguiera preocupado por Hispanoamérica. De hecho, Vargas Llosa, a pesar de su portentosa imaginación, necesitaba la realidad para ponerla en marcha. Y esta realidad era, como no podía ser menos, la de su propia cultura hispanoamericana. La distancia no le podía llevar a desentenderse de aquello que era el fondo permanente de su inspiración, aunque si le llevó a adoptar una posición poco frecuente en el mundo intelectual de la segunda mitad del siglo pasado, aún menos lo hizo en el terreno artístico.

Mario Vargas Llosa en un mitin de Sociedad Civil Catalana en Barcelona en 2017 Afp

El creador liberal

Entra aquí en escena el Vargas Llosa que durante tanto años preconizó el liberalismo como actitud personal, política y, se podría decir, estética. Esto último, por la elegancia y la cortesía de su actitud y su presencia, pero también por algo que siempre estuvo presente en sus novelas, como es la libertad de unos personajes sobre los que el creador no tiene, a pesar de todo, un privilegio total. Dejar a sus criaturas en libertad no es pequeña demostración de generosidad ni de recursos literarios.

Quizás sea de lo mejor de Vargas Llosa, algo que aparece también en una prosa adulta, inteligente, racional, de las que tienen en cuenta al lector sin querer adoctrinarlo.

Ya había sido significativo que entre los clásicos, tuviera la coquetería de rescatar una obra como Tirante el Blanco, más apegada a la realidad que casi todas las demás novelas de caballería. Por eso resultó sorprendente su declaración de admiración por Flaubert, de obra tan herméticamente clausurada e irrespirable. Lo que contó aquí fue, sin duda, el reconocerse en la ambición creadora del francés, aunque a él –gracias a Dios– le llevara a territorios distintos. La mejor demostración de este liberalismo literario la dio «El pez en el agua», crónica de una campaña electoral fracasada que Vargas Llosa supo convertir en un análisis entretenido y lúcido de una aspiración muy profunda, en la que lo personal se confundía con la confianza en la acción política para un impulso de progreso.

El colapso del comunismo, la progresiva democratización de Hispanoamérica y el reconocimiento de las instituciones occidentales, hasta llegar a la concesión del Premio Nobel, colocaron a Vargas Llosa en una posición de raro privilegio, como si en torno a su figura su hubiera concitado un consenso general, indiscutible ya. Sin duda había entrado en el panteón de los maestros literarios contemporáneos, como lo demostró su incorporación a la colección francesa de la Biblioteca francesa de la Pleïade. Desde entonces hasta el final de su vida, tuvo el raro privilegio de haberse convertido en un clásico vivo.

Liberalismo en crisis

La realidad, sin embargo, trajo novedades no previstas en el pensamiento de Vargas Llosa. El colapso del totalitarismo comunista no trajo aquel mundo racional y abierto que la actitud liberal dejaba presuponer. Y Vargas Llosa no supo cómo contestar al desafío. No porque pensado en algún momento que el nuevo mundo que había arrancado en los 90 iba a ser perfecto. Más bien, porque carecía, o tal vez no quiso, dotarse de los instrumentos que permitían comprender el nuevo mundo, que no se satisfacía con esa racionalidad elegante, vacía y sin referencias morales, la misma que él había ido elaborando como una actitud personal y estética.

Él mismo padeció ese malestar, como lo demuestra una novela tan inquietantemente nihilista como «El sueño del celta», así como sus sucesivas adscripciones a posiciones políticas ajenas a cualquier contenido, más allá de la abstracta recomendación del cumplimiento de las reglas. El liberalismo de Vargas Llosa, en los últimos tiempos, aparecía así como una fórmula vacía, sin contenido. Cabe decir, evidentemente, que eso mismo era ya toda una posición, civilizada, ante lo descarnado del mundo del siglo XXI. También significa la negativa a tener en cuenta los problemas que se estaban y se están planteando. Unos problemas que deberían estar ya superados porque forman parte de una humanidad atrasada, un poco primitiva, todavía no lo bastante educada. Por ejemplo, el problema de la nación española que era para él, como todo lo referido a la nación, el núcleo candente del nacionalismo y un elemento más por tanto de un arcaísmo identitario deleznable. En este asunto, a Vargas Llosa, enamorado de su liberalismo descarnado y autosatisfecho, le falló la imaginación. No se le puede pedir más de lo que hizo, claro está, pero tampoco estaría de más que su ejemplo juvenil de discrepancia y rebeldía fuera tenido en cuenta para no oscurecer su gran legado ante las generaciones jóvenes que están descubriendo al escritor.