Gustave Flaubert, el perfeccionista obsesivo
El 12 de diciembre se celebra el bicentenario del nacimiento del inmortal creador del personaje de Madame Bovary, de quien se suceden ediciones, traducciones y recuperaciones de textos inéditos
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Ya la célebre idea de Gustave Flaubert (Ruan, 1821-Canteleu, 1880) –«Lo que me parece bello, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo»–, expresada en una carta a Louise Colet en 1852, se hizo patente en «Noviembre» su primera novela. Pareciera que conocemos todo del autor de «Madame Bovary», pero lo cierto es que de continuo nos llegan nuevas traducciones de sus novelas y ediciones de sus apuntes fragmentarios o cartas, a veces a partir de documentos inéditos, al menos en español. En aquel caso, «Noviembre» (Impedimenta, 2007) era una obra que el autor no quiso publicar en su momento al considerarla solo un ejercicio, la traslación de una idea, esta es, la descripción sensorial y anímica que le provocaba la pulsión sexual de sus diecinueve años, a un lenguaje literario preciso, fino pero también ampuloso.
Escrito en 1842, el relato, que vio la luz en 1910, se proyectó en una ensoñación adolescente, romántica. Así, mientras paseaba, el personaje iba recordando su primer contacto carnal con una prostituta llamada Marie; detrás, su narrador ponía las bases de su narrativa: la autodidacta educación sentimental, la mujer licenciosa, la vida de provincias donde nada pasa y pasa todo. Lluís Maria Todó lo advertía en la introducción: «Ahí encontramos ya todas las obsesiones eróticas de Flaubert, que irán asomando periódicamente en su obra posterior, y en especial esta magnífica habilidad que tiene el novelista para adoptar el punto de vista de la mujer deseante».
En su día, asimismo, el lector pudo descubrir «Cuadernos. Apuntes y reflexiones» (Páginas de Espuma, 2015): mucha melancolía, observaciones culturales, reflexiones sobre la vanidad o la escritura, juicios de célebres escritores, la cotidianidad en sociedad y soledad…; mil y un detalles albergaron esas páginas que tradujo Eduardo Berti. Preparó una selección de textos, de cuatro de los diecisiete que fueron rescatados por la sobrina de Flaubert, Caroline Hamard de Franklin-Grout, y que donó a una biblioteca parisina. Eran pensamientos hechos a los dieciséis años y dedicados a su amigo del alma Alfred Le Poittevin, muerto prematuramente en 1848; le seguían, entre otras cosas, apuntes en torno a la escritura de «La educación sentimental», «La tentación de san Antonio» y «Bouvard y Pécuchet», su obra más particular por poner en escena a dos amigos escribientes que, pese a disfrutar de una gran herencia, se decantan por el lado más triste de la vida, considerando la idea de matarse antes de que una revelación religiosa les redima.
A lo largo de todo este compendio de frases que a menudo explotaban en aforismos geniales, se nos aparecía un Flaubert que daba un paso más allá en comparación al que dirigía cartas a Colet sobre asuntos literarios: un Flaubert sensitivo, que cuestionaba todo, que sufría un gran tedio en la juventud y que no creía ni siquiera en la gloria que el destino le reservaría, sobre todo gracias a «Madame Bovary». Flaubert había acabado la meticulosa redacción de su novela en 1856, que empezó a publicarse en la «Revue de Paris». Como es bien sabido, cuenta el aburrimiento de Emma que, casada con un médico de provincias, busca imitar a las heroínas de los relatos que lee. Sin embargo, tanto el fiel marido como los esporádicos amantes se cansan de ella. Desesperada, se suicida con arsénico y, más tarde, su esposo se deja morir lentamente.
La real Emma Bovary
Habían sido cinco años de durísimo trabajo y cuya inspiración podría tener fuentes muy cercanas al propio escritor, pese a que este siempre sostuviera que la trama era producto de su imaginación. Sin embargo, parece haberse demostrado que la situación de la joven Emma responde al mismo tedio vital de una mujer llamada Delphine, muy conocida en Ruan, que tuvo una existencia similar a la que protagonizó la señora Bovary. Asimismo, a comienzos de 1857, se iniciará una campaña en contra de la obra, considerada inmoral, y el 31 de enero se celebrará el proceso judicial. La sociedad podría haber perdonado a una mujer melancólica, ensimismada en sus lecturas y ociosa, pero el hecho de que, no solamente cometa adulterio, sino que se quite la vida, escandaliza a las autoridades judiciales, que tienen su propia opinión con respecto a la moralidad que ha de regir en el Segundo Imperio.
En la referida edición, Berti mencionaba a un gran amigo del escritor, el poeta Louis Bouilhet, al que había conocido en Ruan en 1834 y que, junto a Maxime du Camp, formará un trío bien avenido que compartirá entre sí sus logros literarios. Bouilhet, médico interno en el hospital de Ruan, a las órdenes del padre de Flaubert, sería quien le contó la historia que inspiró su novela: la de un compañero en ese centro de salud, Eugène Lamare, quien tras enviudar se casó con una mujer, aquella Delphine, mucho más joven que él.
Según Mario Vargas Llosa, autor de «La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary», puede decirse que «Los miserables», aunque se publicó seis años después que «Madame Bovary», es la última gran novela clásica, y la de Flaubert la primera gran novela moderna. Lo afirmó en un libro dedicado a Victor Hugo, «La tentación de lo imposible» (Alfaguara, 2004), en que contrapuso a ambos novelistas y argumentó lo siguiente: «Flaubert mató la inocencia del narrador, introdujo una autoconciencia o conciencia culpable en el relator de la historia, la noción de que el narrador debía abolirse o justificarse artísticamente». El propio autor era consciente de haber creado una «novela total», por así decirlo, dado que en una carta al editor Albert Lacroix, en 1862, le decía: «Este libro es la historia mezclada con el drama, es el siglo, es un amplio espejo reflejando el género humano cogido in fraganti un día señalado de su vida infinita».
Entre Víctor Hugo y Balzac
En cuanto a sus propios contemporáneos, cabría resaltar a Émile Zola, que, siguiendo las observaciones de Berti, pensaba a ciencia cierta que Flaubert condensaba, aparte del «análisis exacto de Balzac», «el brillante estilo de Victor Hugo. “Toda la generación joven lo acepta como un maestro”, afirmaba en 1875, bajo el impacto de la “admirable sobriedad” del estilo flaubertiano. “De un paisaje, se limita a indicar la línea y el color principales, pero logra que estos detalles pinten el paisaje entero. Lo mismo en el caso de sus personajes, que planta con una sola palabra, con un solo gesto”».
Unas décadas más adelante, encontraríamos otra opinión tan contrastada como la de Marcel Proust, que se reconoció en Flaubert en el intento de producir literariamente la impresión del paso del tiempo, si bien no sintió una especial admiración por él, pues no vio una sola metáfora destacable en sus páginas, por ejemplo, lo que a sus ojos da sustento al gran estilo. Así lo recogía Manuel Arranz en un libro en el que reunió lo escrito por parte de Guy de Maupassant sobre la obra y la vida de Flaubert, «Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert» (Periférica, 2009), citando un artículo publicado en 1920 en que el autor de a «En busca del tiempo perdido» venía a decir que Flaubert había usado las formas verbales de manera completamente nueva y personal, renovando nuestra visión de las cosas como el mejor de los filósofos.