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Selvático animal
Mercedes Luján: "En la guitarra no tuve ningún referente femenino"
La artista murciana presenta su primer disco, 'Origen y revolución', para el que ha escrito todos los temas

Ser mujer y tocar la guitarra flamenca sigue siendo algo exótico, pues, en ese género, ese parece ser un instrumento hecho solo para las manos recias de un hombre. Pero basta con escuchar a Mercedes Luján para entender que el talento no discrimina. Después de toda una vida tocando la guitarra, esta murciana, perteneciente a una familia de larga tradición flamenca, acaba de lanzar su primer disco, «Origen y revolución», cuyo título encierra el eterno dilema de ese arte, la raíz y la innovación. Todos los flamencos actuales, canten, toquen o bailen, se pasan la vida explicando que se puede respetar la tradición y, al mismo tiempo, tratar de hacer algo distinto, imprimirle personalidad. ¿Cuándo se le va a permitir a ese género volar sin tener que dar explicaciones? «Nunca, ja, ja, ja. Nunca. Porque esto está asociado a su origen –afirma–. Según me contaba mi abuelo, desde que el flamenco deja de ser una música que se hacía en las casas, que iba de generación en generación, y pasa a formar parte de los escenarios y de los cafés cantantes de aquella época, tuvieron que añadirle más diversidad de palos para que a todo el mundo le gustara y fuese, digamos, para todos los públicos, ya que empieza a ser un negocio, a dar dinero. Y ahí ya estaba ese dilema de lo que era cante puro y de lo que siempre se ha llamado cante chico y cante grande. Pero el flamenco está vivo, es orgánico, y por eso evoluciona y se mezcla y se fusiona, y por eso es patrimonio inmaterial de la humanidad. Porque si el flamenco fuera una belleza muerta en un museo, no evolucionaría. Ahí no habría dilema».
«Si el flamenco fuera una belleza muerta en un museo, no evolucionaría»
En ese sentido, ¿el artista flamenco está obligado a arriesgar, a ser audaz, a intentar ensanchar las paredes de ese género? «El artista flamenco está obligado a ser auténtico –responde, categórica–. Si quieres ser alguien dentro del flamenco, tienes que tener tu propio sello y te tienen que conocer por algo que no haga nadie o por algo que hayas sido la primera persona que lo ha hecho. Y luego ya cada uno tiene sus inquietudes, tanto musicales como en la vida. Para la gente como yo, que el flamenco forma parte de su día a día, de su crecimiento, de su familia, porque vengo de una saga grande y larga donde el cante, el baile y el toque está desde mucho antes de yo nacer, la inquietud quizá sea un poco más la de preservar. Pero los que no han tenido esa dicha y ven el flamenco desde otro punto de vista, tienen la frescura que a lo mejor nos falta a muchos que lo hemos tenido en casa, y tienen, sin duda, menos tabúes. Porque cuando vienes de una familia donde todo el mundo entiende –prosigue–, te van a mirar con lupa. Antes de que el público te juzgue, te van a juzgar en casa. Tienes que pasar un juicio en tu casa, y creo que ahí es donde reside, de verdad, la esencia del flamenco, en la autenticidad, en ser uno mismo. Y si quieres que el flamenco esté en los tiempos de hoy y tienes esa inquietud y te gustan las músicas diversas, como es mi caso, porque soy muy melómana, siempre es bonito fusionar. Pero si vas a hacerlo tienes que saber de dónde viene el flamenco, claro, conocer el origen. Hay un dicho que yo siempre utilizo: quien no sabe de dónde viene, olvida hacia dónde va».

Influenciada por los hombres
A propósito de la pureza y la innovación, ella, de entrada, al ser mujer y guitarrista ya está mostrando un grado de disidencia dentro del mundo al que pertenece: «La verdad es que sí –concede–. Al ser mujer y guitarrista ya parece que soy un alma rebelde. Pero, bueno, la guitarra forma parte de mi casa por mi abuelo, y cuando empecé a tocarla, que además empecé a escondidas, nunca pensé “voy a tocar la guitarra porque no hay nadie y así puedo ser una revolucionaria”, no. Simplemente, el sonido flamenco que yo tenía en mi memoria musical, digámoslo así, era la guitarra, porque era lo que sonaba desde que mi madre estaba embarazada de mí, lo que ella cantaba, y lo tengo en mi memoria musical. Sobre todo la guitarra de mi abuelo, la banda sonora de mi vida. Por eso es por lo que yo decido tocar la guitarra, porque es el instrumento que mejor conozco».
«Cuando vienes de una familia donde todo el mundo entiende de flamenco, te van a mirar con lupa. Antes de que el público te juzgue, te van a juzgar en casa»
No obstante, aunque haya habido pocas guitarristas flamencas conocidas, sí es una disciplina esa, la guitarra, que las mujeres han practicado. Ahí están las primitivas, caso de La Campanera, La Antequerana, Dolores la de la Huerta, Anilla la de Ronda, Teresita España, Adela Cubas. Y hoy hay una serie de guitarristas flamencas de gran solidez que ejercen la docencia, como María José Domínguez, Laura González, Davinia Ballesteros, Celia Morales. ¿Mercedes las conoce, las ha escuchado, se ha alimentado, incluso, de alguna de ellas? «Pues por suerte las conozco a todas y por desgracia no pude alimentarme de ninguna de ellas, porque las conocí cuando ya era profesional. Porque, claro, hoy en día, con las redes sociales, todo el mundo tiene acceso a todo el mundo, pero cuando yo empecé a tocar, internet estaba solo en unos sitios privilegiados, no en todas las casas. No era como ahora, que todo el mundo tiene un teléfono móvil con el que graba y ya estás en internet. Entonces, me faltaba conocerlas y no tuve ningún referente femenino. Pero, afortunadamente, las conozco y las admiro a todas». Ella ha vivido la guitarra, pues, a través de hombres. Aparte de Paco de Lucía y de su abuelo, su maestro, ¿qué otros nombres son cruciales en su formación? «Me gusta mucho Sabicas, porque si Paco ha sido el revolucionario de este siglo, Sabicas fue el revolucionario del siglo pasado. Y me gusta mucho el niño Ricardo, porque al final es una escuela muy parecida a la que yo practico. Y también me gusta Ramón Montoya. Y Manolo Sanlúcar, aunque este ya es un guitarrista del hoy».
«Cuando empecé a tocar, a escondidas, nunca pensé “voy a tocar la guitarra porque no hay nadie y así puedo ser una revolucionaria”»
¿Se siente Mercedes bien tratada por sus colegas hombres? «La verdad es que sí. Tengo la suerte de que me tratan superbién y me abren las puertas donde quiera que vaya. He compartido con compañeros no solo escenarios, también estudios de grabación, y siempre me han tratado estupendamente. Cualquiera que empieza tiene que ganarse el respeto de la gente, y a mí me costó un poquito más porque era difícil ser una mujer y como que tenía que ganarme su aprobación. Pero a día de hoy me siento una más, como cualquiera de ellos», concluye.
EL DON DEL PELLIZCO Y LA CARICIA
Por Javier Menéndez Flores
En el barrio del Calvario la vida tenía las puertas abiertas y la niña Mercedes jugaba a atrapar el sol y a dialogar durante horas con los pájaros, porque desde la llegada de la mañana hasta el momento de acostarse no había más sala de estar que una calle desnuda que te lo ofrecía todo. Y cualquier vecina te regalaba pan con chocolate o una manzana que te desbordaba la mano, y hasta te limpiaba los mocos con la destreza de una enfermera. Pero es que un lugar que se llama Lorca solo puede ser cálido. Y subíais en manada a la ermita a jugar a las cuatro esquinas y le dabais caña de la buena al trompo y a las canicas. Y juras por todo lo que más te importa en este mundo que no has conocido felicidad mayor que la de esos días sin otra ocupación que la de apurar hasta el tuétano la infancia. Porque, como solía murmurar tu abuelo, la carne en crecimiento no se está quieta.
Fue allí, en ese pedazo de mundo que era todo piedra y gozaba de una acústica privilegiada, donde una noche te lanzaste a tocar la guitarra para no dar la murga en casa y llegó la policía y te gritó: «Pero ¿qué haces aquí, loca?». No sabían que el arte, aunque aún fuese un boceto con toneladas de margen de mejora, desconoce los horarios y solo obedece a la lógica del impulso y a una necesidad salvaje, tan poderosa como la de alimentarse o amar y ser amado.
Después llegaron los días de salir apenas del gimnasio de la música, de afilar la guitarra durante horas que, cuando quisiste darte cuenta, se volvieron años, pues la técnica requiere abonarse a la repetición y al error, de volver una vez y otra al principio hasta que los tropiezos queden abolidos. Y si lo piensas, un mástil no es tan mala compañía. Díselo si no a Sabicas, a Niño Ricardo, a Paco. Que Dios bendiga el talento y le dé un pequeño empujón a todo aquel que se esfuerza por llegar más alto, más lejos.
Pero ese viaje no habría sido el mismo sin el auxilio de la buena letra. Y bucear en la Generación del 27, la más alta cima que hubo y habrá, era deleitarse y sorprenderse al mismo tiempo. Y recorrías las obsesiones y los demonios de todos esos hombres de aspecto serio como quien transita un sendero que conduce a un tesoro. Aunque fuera de esa aristocracia también había locos de menor estatura que te agarraban el corazón y no te lo soltaban, y si digo Manuel Benítez Carrasco seguro que no voy muy desencaminado.
Son las tres de la mañana y se cuela por la ventana entornada el aroma de una pieza de música sefardí y tus ojos despiertan. Estás desayunando en un hotel insustancial y toma la estancia una melodía andina y, en un segundo, todo te parece más hermoso. Entras en una tienda y te explota en la cara un tema de Lole y Manuel y el pasado cancela el presente. Llegas tarde al aeropuerto y en la atmósfera no hay otra cosa que «Vida loca», de Céspedes, y decides que te da igual perder ese maldito avión, pero vas a escuchar esa canción hasta el fin. La música, Mercedes. La música siempre. Con sus patas de titanio y sus yemas de seda.
Hay una primera luz y una vieja escuela y un dios –perdón: un Dios– provisto de corazón. Estás sentada bajo un foco altísimo que te ilumina entera. Tragas saliva, tomas aire, lo expulsas. Tal vez sientes miedo. Y quizá vuelves por un instante a aquella ermita del Calvario, donde la ansiedad tenía prohibido el acceso. Y, de pronto, tus manos abandonan el sueño y la magia se desborda.
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