Nerón era un patán (y otras «fake news» de Roma)
Una relectura sobre Roma desde una suerte de «anti-historia», o historia mítica, la de las leyendas, los bulos y las hábiles mentiras de la propaganda, es la que firma Néstor F. Marqués y que tiene como protagonistas tanto a emperadores como al pueblo de a pie. No crean todo lo que leen
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Al constatar que todos los fenómenos que aparecen como novedades en nuestro tiempo se atestiguan ya en la antigüedad, los aficionados al mundo clásico han podido usar muchas veces la frase «nada nuevo bajo el sol».
Al constatar que todos los fenómenos que aparecen como novedades en nuestro tiempo se atestiguan ya en la antigüedad, los aficionados al mundo clásico han podido usar muchas veces la frase «nada nuevo bajo el sol», cuya formulación latina más conocida es «nihil novum sub sole», un adagio latino no clásico sino de la vulgata bíblica (Eccl. 1:9). Hablando de novedades, justamente en estos días la RAE se afana en regular los neologismos que, como ha sucedido en las últimas décadas, invaden el español desde la cultura anglosajona. Ya no son solo palabras de nuevo cuño, que hacen referencia a novedades de la técnica o de la ciencia, sino, lo que quizá sea más preocupante por lo que dice de nuestro pensamiento crítico, meras reformulaciones de viejas ideas que pretenden tener nueva savia o incluso haber sido inventadas ahora, de forma evidentemente falsa. Ello simplemente pone de manifiesto nuestra enorme dependencia, por no decir pertenencia, cultural con respecto al gran imperio de lengua inglesa que es Estados Unidos en todos los ámbitos, también, por desgracia, en el mundo académico.
Es provinciano nuestro sometimiento a «la lengua del imperio», por parafrasear el título de un libro imprescindible de hace una década de un excelente latinista y novelista, Juan Luis Conde, que comparaba el lenguaje propagandístico del imperialismo romano y el estadounidense, anticipando de forma visionaria lo que había de llegarnos hoy, en plena era de Trump. No otra cosa sino populismo lingüístico es esta invasión en prensa y redes, con conceptos como «fake news», que la RAE, con buen tino, propone traducir por palabras tan patrimoniales como «bulo», «propaganda», «desinformación», o, simplemente, «mito», en su sentido más negativo. Lo de «fake news», como puede entenderse, no solo es que no sea nada nuevo sino que es de lo más antiguo que existe, sobre todo si se echa un vistazo a la historia romana, plagada de malentendidos, leyendas y rumores interesados. Nada nuevo bajo el sol y, como muestran excelentes investigadores del mundo romano –pienso en Mary Beard («SPQR»), Emilio del Río («Latín Lovers») o Nicola Gardini («¡Viva el latín!»)– para cualquier presunta novedad que nos venga desde el mundo anglosajón, lo más prudente es mirar antes a la vieja y eterna Roma. En esas fechas se ha publicado otro magnífico libro, firmado por Néstor F. Marqués, que viene a reivindicar una relectura del legado de Roma desde la modernidad. Su autor es arqueólogo y especialista en la aplicación de nuevas tecnologías al estudio del mundo antiguo, y ha obtenido una justa fama como divulgador merced a su proyecto «Antigua Roma al día», que realiza una muy seguida labor en internet y redes sociales. Marqués forma en las redes un triunvirato magnífico, junto a Mario Agudo Villanueva, autor del proyecto «Mediterráneo antiguo: legado griego» y a María Engracia Muñoz Santos (y su «Arqueología en mi jardín»). Precisamente, los tres han publicado también excelentes libros en esa misma línea, pasando al formato de publicación tradicional sus puntos de vista: «Atenas: el lejano eco de las piedras» (2018), de M. Agudo, o «Animales in harena» (2016), de M.E. Muñoz Santos, o, por ejemplo, este último libro de Marqués.
En el caso que nos ocupa, «Fake News en la antigua Roma» (Espasa, 2019) es una estupenda revisión a la historia de Roma desde una suerte de «anti-historia», o historia mítica, la de las leyendas, los rumores, los bulos y las hábiles mentiras de la propaganda –ya sea imperial, senatorial, anticristiana o procristiana– que han jalonado la apasionante peripecia histórica de la gran urbe de la que aun somos herederos y deudores en todo lo que hacemos, e incluso en todo lo que pretendemos innovar. Lo único lamentable es que, seguramente por razones comerciales de la editorial, el volumen lleve en el título eso de «fake news». Perdonen mi insistencia, pero no es exageración: se empieza cediendo en los detalles formales y, como es sabido, el resto va detrás.
Una delgada línea roja
Lo primero que salta a la vista ante este estupendo libro son dos cuestiones importantes. En primer lugar el viejo adagio latino con el que comenzábamos, que «no hay nada nuevo bajo el sol»; en segundo lugar, la importancia que tiene en la antigua Roma la delgada línea roja que separa el mito de la historia. La mitología puede ser una poderosa arma de propaganda política, sobre todo a la hora de crear una conciencia nacional. La historia está plena de hallazgos oportunos e interesados de tumbas, tesoros o manuscritos que vienen en un momento clave para la legitimación del poder. Sobre esto escribí en este mismo periódico hace tiempo una serie veraniega de artículos acerca de los llamados «mitos de la historia», siempre muy presentes en el mundo antiguo y que, en el caso de Roma, son omnipresentes, como se ve en la propia etnogénesis legendaria de la urbe, a partir de la huida de Eneas de Troya.
Así lo destaca Néstor F. Marqués en una serie de ejemplos inteligentemente seleccionados y esclarecidos, desde los propios orígenes en la monarquía romana, con Rómulo y los otros reyes semi-míticos, hasta la antigüedad tardía y el advenimiento del «Imperium Christianum», con la leyenda de la visión de Constantino, pasando por los bulos sobre los emperadores más siniestros (Calígula, Nerón, Domiciano) sobre los que carga las tintas la historiografía pro-senatorial y a los que han reivindicado algunos historiadores revisando críticamente las fuentes. Veamos algunos ejemplos: un caso evidente de bulo histórico, fomentado especialmente en la época de Augusto y por sus propagandistas, es el del origen divino, a través de la historia troyana, de la dinastía Julio-Claudia. El mito de Eneas, el prófugo troyano que huye de la cuidad en llamas como héroe piadoso, portando sus lares y penates y salvando a su padre Anquises y a su hijo Ascanio, es una burda manipulación que lleva a que el primero, unido a la diosa Venus, justifique que el divinizado César provenga de los dioses, mientras que el segundo, ancestro supuesto de Rómulo y Remo, es llamado Iulo, como precursor de la «gens» fundadora del principado.
Un segundo ejemplo clave es el de los siniestros emperadores mencionados, contra los que la historiografía tradicional –por ejemplo Suetonio– carga las tintas con retratos muy desfavorecedores. Nerón, por ejemplo, es descrito siguiendo los códigos de la fisiognomía en boga en su tiempo como un patán con rasgos simiescos y propios del cobarde y el asesino que se ha querido «vender» a la posteridad, cuando algunos investigadores actuales comienzan a valorar las reformas con las que intentó poner coto a algunas familias senatoriales en exceso poderosas. Los honores «post mortem», incluyendo la divinización, o los bulos conducentes a la «damnatio memoriae», alternativamente, que se ven en la posteridad de los emperadores corresponden, obviamente, a la relación que hubieran tenido con el estamento senatorial.
Por último, pueden contarse una buena cantidad de bulos históricos en referencia a la religión, como se trata en el libro de Marqués, que dan lugar a verdaderas cazas de brujas y persecuciones ideológicas. Un ejemplo es el Senadoconsulto «De Bacchanalibus» de 186 a.C., un decreto que quiso regular el culto a Baco en época republicana y que, leída sobre el trasfondo de Tito Livio, evidencia los bulos contrarios al culto en cuestión por una razón de orden social, como ha estudiado también el libro de A. Fdez. Vega titulado precisamente «Bacanales» (2018). No otra cosa que odio al otro y bulos contra una religión diferente se ve el fenómeno de las persecuciones a los cristianos, desde Nerón a Galerio, o de las pugnas entre sectas cristianas.
Hubiera sido interesante también ofrecer una nómina de «tópicos» o «mitos» historiográficos cuya validez no se ha cuestionado en largo tiempo: pienso en la decadencia de la República –recientemente abordada en «Roma, la creación del Estado mundo» de J. Osgood (2018)–, la tan cacareada crisis del siglo III (véase el certero análisis de G. Bravo), o la propia «caída» de Roma, concepto legendario desde Gibbon a Brown o a «La caída de Roma» (2007) de B. Ward-Perkins, quien examina críticamente la tradición. Partamos siempre, en suma, de que lo que llamamos «historia» es una construcción académica, siempre dependiente de interpretaciones, sujeta a revisión y por principio anacrónica. Hemos de ser conscientes tanto de los mitos y bulos de las fuentes como de nuestra propia subjetividad o nuestro sesgo, que conforma una suerte de ángulo muerto. Ahí cabe también dar pábulo a bulos y leyendas.