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Festival de Cannes

¿Y si de nuevo Cannes supiese hablar portugués?

El cine luso vuelve a la sección oficial de la mano de Miguel Gomes y su hermosa historia de amor titulada «Grand Tour»

«Grand Tour», la nueva película del portugués Miguel Gomes, se presentó ayer en el Festival de Cannes
«Grand Tour», la nueva película del portugués Miguel Gomes, se presentó ayer en el Festival de CannesImdb

Ayer Cannes aprendió a pronunciar «saudade» y «sangue» como si se hubiera olvidado de hablar portugués. Fallecido Manoel de Oliveira y con Pedro Costa paseándose por festivales no tan pendientes del «glamour», echábamos de menos al cine luso en sección oficial. A Miguel Gomes le ha costado lo suyo: la preciosa «Grand Tour», su sexto largometraje, es su estreno en primera división. Suerte de contraplano de la magnífica «Tabú», la película combina, en un dispositivo típicamente brechtiano, una historia de amor situada en 1918 con imágenes contemporáneas del sudeste asiático, como si el viaje que emprenden los amantes protagonistas, persiguiéndose por varios países del continente sin llegar a encontrarse, fuera un río subterráneo que filtra sus afectos, su pasión, pero también su desencanto, en esas culturas que Occidente quiso colonizar.

Romanticismo y melancolía

«Grand Tour» son dos películas por el precio de una. La primera: Edward es un funcionario británico destinado en Rangún, Birmania, que decide huir el día de su boda con Molly. Inicia un viaje en solitario que le lleva a Tailandia, Vietnam, las islas Filipinas, China y Japón, y que es mayormente narrado por voces que cambian de idioma cada vez que cambia de destino. La segunda: Molly persigue a su prometido por el sudeste asiático enviándole telegramas con la esperanza de obtener alguna explicación a su repentino acto de cobardía. El dispositivo sonoro es el mismo.

Los dos viajes resultan asimétricos y resonantes, y huelen a melodrama colonial en blanco y negro, cartas emborronadas por la lluvia, canciones de despedida de un imperio que sabe que sus días están contados, y al que solo le falta dar paso a un futuro donde cada cultura, cada tradición, cree sus propias imágenes. El diálogo entre presente y pasado es fértil: lo que en «Tabú» se producía relacionando las dos partes de la película, aquí se amplía con la colisión anacrónica de la polifonía políglota que ocupa la banda de sonido y la contemporaneidad de las imágenes que Gomes filmó en un viaje al sudeste asiático que tuvo que interrumpir por culpa de la pandemia. Es hermoso pensar que una película tan manierista, tan romántica y melancólica, es, al fin y al cabo, fruto de sus accidentadas circunstancias de rodaje: tal vez no habría tanta «saudade» en ella, tampoco tanta belleza, si Gomes no hubiera tenido que salvar tantos obstáculos para llevarla a buen puerto.

Hablábamos de lo mucho que ha tardado Gomes en competir en sección oficial, aun con películas tan excelentes como «Las mil y una noches» o «Aquele querido mes de agosto». Con el brasileño Karim Aïnouz ocurre un poco lo contrario: hay cineastas que, por razones inexplicables, Cannes se hace suyos sin que su trayectoria lo justifique en absoluto. Aïnouz ha competido un par de veces en la sección «Una cierta mirada» (con «Madame Sata» y «La vida invisible de Eurídice Gusmao») y el año pasado concursó por la Palma de Oro con su primera producción en inglés, el muy discutible drama histórico «Firebrand».

«Motel Destino» supone el regreso de Aïnouz a su Brasil natal. Este «noir» sucio y sudoroso podría apuntar a una reflexión sobre la cultura de la violencia que parece alimentar la identidad nacional del país –una cultura que educa a los más jóvenes a acostumbrarse a crecer en la normalidad de la muerte– y una sensualidad agresiva, animal y descarnada. La única idea interesante de la película es el claustrofóbico aprovechamiento de un espacio –un «love motel», hotel por horas para encuentros sexuales– que respira erotismo, tratado como un cuerpo que gime las veinticuatro horas del día.

El sexo es imagen –el color rojo y azul de las paredes y las sábanas, de una fosforescente hostilidad, potenciado por la excelente fotografía de Hélène Louvart– y sonido –el que emerge de las habitaciones cerradas inundando las actividades cotidianas de los personajes, arrastrándolos hacia un remolino de deseo–. Por lo demás, la película, que no es ni un «noir» a lo «El cartero siempre llama dos veces» ni tampoco una revisión «arty» de la «pornochanchada» –género de comedia erótica brasileña muy popular en la década de los setenta–, da vueltas sobre sí misma intentando resolver un triángulo amoroso por la vía criminal de la manera más torpe posible.