Conflictos olvidados

La interminable guerra civil de Birmania

La independencia de Reino Unido en 1948 fracturó un país que, encadena golpes de Estado y masacres contra las minorías étnicas

Los rebeldes birmanos redoblan sus operaciones contra el Ejército en la frontera con China
Los rebeldes birmanos redoblan sus operaciones contra el Ejército en la frontera con ChinaEuropa Press

No hay conflicto más despiadado e inhumano que una guerra civil. Sobre todo, si, como en el caso de Myanmar (antigua Birmania), la confrontación fratricida se mezcla con una serie de conflictos subsidiarios contra las minorías étnicas que viven dentro de sus fronteras, en gran parte derivados del enfrentamiento entre dos religiones tan opuestas como el budismo y el islam, cosa que multiplica el horror exponencialmente. Nada saca mejor el monstruo que los seres humanos llevan dentro como las guerras de fe que ponen el Dios propio como excusa para hacer desaparecer, literalmente, al vecino que es diferente.

Los paisajes bucólicos y los arrozales como sacados de una pintura mural inmersa en una estampa zen, los templos budistas milenarios, las mezquitas y aldeas de los pueblos minoritarios llevan décadas teñidos de sangre, víctimas de una historia violenta que se retroalimenta desde mediados del siglo XX y que tiene su origen, como en otros casos de la región, en un proceso de descolonización maleado por Reino Unido que resultó en una sociedad fracturada y abocada al conflicto interno. Desde su independencia, en 1948, la política del país apenas ha conocido un período de paz duradera.

Las fuerzas armadas, o Tatmadaw, las cuales llevan casi medio siglo asaltando el poder, masacrando a los disidentes, empleando una táctica de tierra quemada con las minorías exterminadas y deteniendo cualquier iniciativa para democratizar el país, en 2021, volvieron a invalidar los comicios celebrados en noviembre del año anterior para cancelar la victoria aplastante de la Liga Nacional para la Democracia (LND), el partido de la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, quien fue arrestada acusada de fraude electoral. El general Min Aung Hlaing tomó el poder en medio de las protestas en la capital, Naypyitaw. La respuesta gubernamental fue tan brutal como despiadada. Murieron centenares de personas. Desde entonces, el conflicto abierto ha desplomado la ya maltrecha economía nacional.

La última escalada de violencia empezó el pasado octubre cuando una coalición de grupos armados guerrilleros lanzó una ofensiva coordinada contra la junta militar, solo que esta vez aplicando estrategias de la guerra del siglo XXI como el uso de drones para bombardear a las fuerzas gubernamentales en el Estado de Kayah, situado en la frontera con Tailandia; en el Estado occidental de Rakhine, el cual limita con India; y en el norte del Estado de Shan, bordeando con China. Hoy por hoy, el país cuenta con dos millones de personas desplazadas internamente y, desde 2021, “6.337 civiles han muerto por motivos políticos”, según el Instituto de Investigación para la Paz con base en Oslo.

El año pasado, la jefa de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, pidió al Consejo de Seguridad que tomase “medidas más enérgicas” para presionar a los militares a sentarse en la mesa de negociación. No obstante, y según apuntó a la BBC en febrero de 2022, “la respuesta internacional a la crisis carece de urgencia”, por lo que Bachelet calificó la situación como “catastrófica”. Más de un año después, la situación solo ha empeorado.

Los 55 millones de habitantes de Myanmar se dividen en 135 etnias, aunque el Gobierno las clasifica en ocho grupos principales: Bamar (68% de la población), Barbilla, Kachin, Kayin, Kayah, Lun, Arakanese y Shan (sobre el 25%), las cuales están sujetas a los designios de la primera. Sin embargo, esas solo son las que la Junta reconoce, pero no son todos los pueblos que llevan siglos viviendo en el país, como los chinos birmanos y la etnia panthay (sobre el 3% de la población), los indios birmanos (el 2%), los anglobirmanos y los Gorkhas nepalíes.

Tampoco reconoce a los pueblos Taungtha y Rohingya, este último con más de un millón de musulmanes víctima de la persecución que los ha obligado a refugiarse en el vecino Bangladesh, donde tampoco han sido bien recibidos. Un pueblo entero convertido en pelota de ping-pong que el Gobierno birmano considera como migrantes ilegales, a pesar de que lucharon con los ingleses durante la ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial, precisamente contra el gobierno títere del estado de Birmania que ayudó a establecer la organización militar del Tatmadaw. A esto hay que sumarle los grupos ultranacionalistas budistas como el MaBaTha y el movimiento antimusulmán 969.

Por otro lado, cuando las minorías se organizan cuentan con la fuerza suficiente para desestabilizar a toda la región. Y eso es lo que viene pasando en las últimas semanas, en las que las tropas gubernamentales se están enfrentando a la Operación 1.027, la cual reúne a varios grupos rebeldes. La situación empieza a ser tan crítica que el Gobierno afirmó recientemente que “si el Ejército no logra detener la ofensiva de los insurgentes el país corre el riesgo de desmoronarse”. Según uno de los portavoces de la Alianza Nacional Democrática de Myanmar, uno de los principales grupos armados opositores, el objetivo final es la toma de la capital. De momento, los combates ya han desplazado a más de 200.000 personas, por lo que “hay una gran preocupación por las consecuencias humanitarias”, según el secretario General de la ONU, Antonio Guterres. Sin embargo, el mundo contempla el desastre de Myanmar con los brazos cruzados.