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Prepublicación: LA RAZÓN avanza el primer capítulo de «La mala suerte», de Marta Robles

El detective Roures regresa en la nueva novela de Marta Robles, que llega a las librerías la semana que viene y en la que el ex corresponsal de guerra intenta resolver el caso de Lucía, una joven que desapareció sin dejar rastro en Mallorca. Tras dos años de investigaciones, su paradero continúa siendo un misterio.

Marta Robles. Foto: Carolina Roca
Marta Robles. Foto: Carolina Rocalarazon

El detective Roures regresa en la nueva novela de Marta Robles, que llega a las librerías la semana que viene y en la que el ex corresponsal de guerra intenta resolver el caso de Lucía, una joven que desapareció sin dejar rastro en Mallorca. Tras dos años de investigaciones, su paradero continúa siendo un misterio.

31 de julio de 2015

Nunca se sabe cuándo un día puede ser diferente a los demás y cambiarlo todo. El reloj del iPhone de Lucía Peña marcaba las tres de la madrugada. No era demasiado tarde para una noche de verano. Sabía que sus amigos permanecerían de fiesta hasta que saliera el sol, pero ella estaba agotada y prefería marcharse. Llevaba tres días acostándose al amanecer, fumando sin parar, bebiendo mucho y durmiendo muy poco. Era mejor irse. Sin decir adiós. Y, de paso, librarse de una vez de ese plasta insoportable empeñado en toquetearla desde que la recogiera a las nueve y media de la noche en Costa de los Pinos. Qué error aceptar ir con él a Cala Ratjada. Debía de creerse que eso le confería algún derecho. Por suerte, accedió a devolverla a su casa al pedírselo, sin reclamarle nada más. Así que podía darse por satisfecha. O eso creía hasta que...

–¿Pero qué haces? –preguntó, dando un respingo en el asiento mientras retiraba la mano que avanzaba por su muslo hacia su sexo, por debajo de la cortísima falda de su minivestido–. ¡Te he dicho que no! ¿No me has oído?

¿Cuántas veces tengo que repetírtelo para que lo entiendas...?

El chaval frenó en seco y detuvo el coche en mitad de la carretera.

–Bájate –ordenó con frialdad–. Ya estoy harto.

–¿Cómo dices? –preguntó ella incrédula.

–Que-te-ba-jes-del-co-che– repitió él, sin mirarla y pronunciando cada sílaba con extremada lentitud–. ¿Acaso eres tú ahora quien no entiende?

En cuanto Lucía descendió del vehículo y cerró la puerta, el chico desapareció a gran velocidad. Ella no se asustó. Tampoco estaba tan lejos de casa. A un kilómetro todo lo más. Y aquella zona era muy tranquila. Mucho mejor caminar sola que aguantar que aquel imbécil intentara meterle mano por enésima vez. Estaba algo mareada. Los chupitos siempre la dejaban K.O. Si se empeñaba en bebérselos era para no ser menos que sus amigas, capaces de empapuzarse de cualquier líquido de alto octanaje. Gasolina, si se daba el caso. La tenue luz de una luna, afortunadamente llena, apenas rompía la oscuridad del camino; pero ¿y qué? A ella nunca le atemorizó la oscuridad. El recuerdo de sus peores escenas vividas siempre le llegaba perfectamente iluminado por los halógenos del enorme salón de la casa familiar de La Moraleja, ahora más que destartalado. Ese era el lugar que solían elegir sus padres, de casados, para decirse lo que se les pasara por la cabeza. Cualquier cosa. Cualquier barbaridad afilada como un cuchillo y que doliera tanto como una puñalada. En el catálogo de horrores que escogían para lanzarse a la cara en sus reiteradas discusiones siempre aparecían ellos: Lucía y Carlos. Los dos hijos del matrimonio. Ella, Lucía, la mayor, ahora con dieciocho años recién cumplidos y una sonrisa permanente en los labios, y el irritante Carlitos, cuatro años menor, siempre ajeno a todo y pegado a la pantalla de la Play, sin atender a nada que no fueran los movimientos de los personajes de los videojuegos. No parecían hermanos ni por el carácter ni por el físico. Lucía tenía los ojos azules, líquidos, casi transparentes, la piel de alabastro imposible de dorar al sol y una melena de diosa mitológica con mechones infinitos y ondas suaves, en la que se entreveraban un rubio dorado, del color de la miel de romero, y otro mucho más claro, casi blanco. Su hermano era moreno, de piel oscura y ojos negros. Ni la pupila se le distinguía. El chico se parecía a su padre. Y ella... no se parecía a nadie. Su madre, rubia también, pero de mentira, y de ojos achinados color avellana, hablaba de una bisabuela en su Chile natal... Algo de eso sería, por parte materna, y algo habría también en la paterna, si se hacía caso a Mendel. Sin antecedentes de ojos azules y pelo rubio en ambos progenitores sería imposible que ella los tuviera, así que... Dejó de pensar en su familia por un momento. A los misteriosos ruidos de la noche se unió el del motor de un automóvil que se acercaba despacio. Debía de haberla visto. Se giró por si era alguien conocido.

–Eh, belleza, ¿te llevamos a alguna parte?

La chica echó un vistazo al interior del vehículo. Tres chicos solos. Se fijó en el brazo del conductor, que asomaba por la ventanilla, tatuado con el dibujo de... ¿un demonio? Tal vez Hades... Un malvado, en todo caso. A Lucía le gustaban los tatuajes, incluso los oscuros e inquietantes, pero aquel no le resultó tranquilizador. Y menos en mitad de la noche... Aunque le parecía familiar. ¿Lo había visto antes?

–Vamos –insistió el propietario del brazo tatuado–, súbete y antes de dejarte en casa nos tomamos la última en el David. Seguro que tú vives por allí, ¿a que sí?

Lucía no respondió a la pregunta. No se fiaba y no quiso dar pistas.

–Gracias, prefiero caminar. No tengo prisa... –dijo sin dejar de hacerlo a buen ritmo.

–Son las tres de la mañana. No es hora para que una chica tan guapa pasee sola por la carretera...

Lucía se inquietó, pero disimuló la zozobra con una sonrisa.

–Gracias otra vez –rechazó sin detenerse–. Me conozco bien esta zona y el camino. Aquí nunca pasa nada... –pronunció la última frase con cierto vértigo en el estómago, al tiempo que cogía su móvil y escribía un WhatsApp como si haciéndolo estuviera más protegida: «Virginia, tengo un coche pegado al culo, con tres pavos dentro... Me está entrando un canguis que no veas...».

–Como quieras –zanjó el chico tatuado antes de pisar el acelerador a fondo e irse dejando un ruido monstruoso tras de sí.

La chica se relajó un poco. Por un momento creyó que... Continuó caminando. Hacía mucho calor. Las cigarras cantaban pese a no ser su hora y era tal la humedad que tenía la piel cubierta de perlas de sudor. Se sacudió un poco la pesada melena y la notó húmeda. En cuanto llegara a casa, pondría el aire acondicionado a tope, si es que funcionaba. También la casa de Mallorca estaba hecha un desastre. Desde la separación de sus padres, cuatro años atrás, el odio y las continuas disputas y revanchas entre ellos repercutían en la vida cotidiana de los hermanos. No le hubiera importado alejarse de todos, largarse a un lugar remoto y mandar a la familia a la mierda. A punto estuvo de hacerlo justo después de que pasara lo que pasó, también en el bien iluminado salón de su casa. Por suerte, desde entonces hasta ahora, todo había cambiado. Al menos ella había cambiado. Se sentía mejor. Casi bien. Aunque tuviera que aguantar a Carlos espiándola constantemente para informar a su padre y a sus padres utilizándolos a ella y a su hermano como armas arrojadizas en su guerra particular.

De nuevo se aproximaba un automóvil. «Esto está más transitado a esta hora de lo que imaginaba», pensó Lucía.

El vehículo circulaba despacio. Al acercarse un poco más a ella, reconoció al conductor.

–Pero ¿qué haces aquí? –preguntó entre la sorpresa y la alegría–. ¡No te esperaba!

–Bueno –respondió él–, pasé por Cala Ratjada y alguien me dijo que te llevaban a casa. Me sorprendió que quisieras irte tan pronto. Supuse que pasaba algo y... aquí estoy. Anda sube.

La chica se montó en el coche sin dudar.

ROURES INTENTA REDIMIRSE

Marta Robles retoma con «La mala suerte» la novela negra, un género que ya abordó en «A menos de cinco centímetros» y que asegura «tiene un atractivo inigualable para mí, desde siempre, entre otras razones porque desde él se pueden denunciar aspectos corruptos de nuestra sociedad sobre los que muchas veces ni se nos ocurre reflexionar». En este caso se trata de la paternidad y la maternidad, «y sobre todas las mentiras que se pueden llegar a construir sobre ese supuesto acto de generosidad que es traer un hijo al mundo y que tantas veces lleva a las personas a justificar los comportamientos más abyectos: desde los engaños, hasta los abandonos, pasando por los delitos», afirma la autora, ganadora del Premio Fernando Lara de Novela. Y es que la familia de Lucía, la joven desaparecida cuyo caso ha saltado a los medios, no es precisamente de portada del «¡Hola!» y sus secretos enturbian la investigación. «La mala suerte» es también el regreso del carismático detective Roures: «En esta novela creo que el personaje crece considerablemente. Aparecen su familia y sus vínculos y se encuentra con una pasión que no esperaba y que, de alguna manera, le descoloca. Por otra parte se le nota casi una obsesión por conseguir salvar a la chica o al menos encontrarla, para redimirse de sus pecados anteriores e incluso de no haber podido evitar la muerte de la joven que le encargó su anterior caso», asegura Robles. Para la periodista, «algo fundamental de la novela son las distintas miradas desde las que se analiza a cada personaje, a quien los demás ven de una u otra manera dependiendo de su relación con ellos. Esta mirada poliédrica hace que cada lector se sienta más o menos cerca de ellos y que acabe decidiendo cómo considera él que son realmente». Entre ellos destacan los femeninos, que la autora describe como «muy potentes, muy luchadores y reivindicativos incluso aunque estén atrapados, como les sucede a algunos, en malos tratos y abusos que ni se atreven a considerar que lo son».