Rusia, una historia de motines y conjuras
La marcha de Prigozhin se suma a la larga nómina de revueltas y rebeliones que se han dado en su país desde el siglo XVII. Todas fracasaron, a excepción de la de 1917
Creada:
Última actualización:
Los sorprendentes acontecimientos del pasado día de San Juan en Rusia han traído a la memoria algunas de las famosas escenas de la película «El acorazado Potemkin», obra maestra de Serguei Eisenstein, aquel genio que se convirtió en el mejor propagandista de Stalin, quizá a su pesar. Los paralelos con la revuelta que se narra en la película son, a primera vista, notables. Los soldados del acorazado son obligados a comer una sopa hecha con carne llena de gusanos, so pena de ser fusilados si se niegan, y su negativa conduce al asesinato de los mandos y el motín de los marineros. Dicho motín se enmarcaba dentro de la Guerra Ruso-Japonesa (1904-05), que supuso una humillante derrota para el imperio ruso del zar Nicolás II contra un enemigo al que siempre había infravalorado. La derrota contribuyó, por un lado, a modernizar rápidamente el ejército ruso, lo cual le preparó para entrar en la Primera Guerra Mundial y aguantar casi hasta el final, y, por otro, a que los movimientos sociales de protesta se organizaran de manera decisiva para el triunfo de la Revolución Soviética en 1917. Al fin y al cabo, como bien afirma el historiador británico de origen ruso Dominic Lieven, el colapso del ejército ruso durante la Primera Guerra Mundial, que dejó vía libre a la Revolución, se produjo en la retaguardia, no en el frente.
En los últimos días se ha intentado buscar muchos precedentes históricos de lo que algunos han calificado, quizá apresuradamente, como el principio del fin de Vladimir Putin. Rusia tiene una larga historia de motines y revueltas, incluso alguna revolución, pero, con excepción de la que lideraron Lenin y Trotsky en 1917, ninguna ha tenido repercusiones significativas. De hecho, si hubieran tenido éxito, la población rusa en general sería mucho más consciente a día de hoy de sus derechos ciudadanos y sociales. Lo que ha habido en Rusia son muchos intentos fallidos de cambiar algunas cosas sin cambiar de todo el sistema. Como bien ha dicho Prigozhin en los últimos días, su intención no era derrocar a Putin, sino conseguir que se corrigieran defectos del sistema. Y en eso Rusia tiene amplia experiencia.
Una de las primeras revueltas que se produjeron en la historia de la Rusia moderna es la de Stenka Razin (1630-1671), entre los años 1667 y 1671. Razin era un cosaco de la región del Don que supo aglutinar alrededor suyo el descontento popular por la subida de impuestos y la llamada forzosa a filas que ordenó el zar Alexis Mikhailovich (1629-76), el segundo zar de la recién estrenada dinastía de los Romanov y padre del más famoso Pedro I. Razin, que como caudillo cosaco había servido fielmente al zar con su ejército privado de cosacos, supo entender la frustración del campesinado con la burocracia administrativa de la corte y el patriarcado, a la que ahogaban con impuestos y privaban de derechos (la servidumbre se había legalizado en Rusia en 1642). Después de tomar Astrakhán y derrotar a varias unidades del ejército regular, Razin fue traicionado por algunos de sus propios cosacos y entregado en 1671, cuando fue conducido a Moscú y desmembrado públicamente. La leyenda popular de Stenka Razin es enorme y aumentó con los años, pero su intención no fue nunca derrocar al zar o acabar con el zarismo. Como si de una mezcla entre Robin Hood y Curro Jiménez se tratara, Razin se convirtió en el héroe del pueblo que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Su poder crecía a medida que miles de rusos huían hacia el sur para unirse a su rebelión desesperada.
Un caso parecido fue el de Yemelyan Pugachev (1742-75), otro cosaco que se convirtió en uno de los mayores quebraderos de cabeza de la mujer más poderosa de Europa en su momento, Catalina II (1729-96). Lo de Pugachev fue una rebelión en toda regla, prácticamente una guerra civil, aunque no afectara a todo el imperio. Conocida en la historia rusa como la Revuelta de los Campesinos (1773-75), esta vez sí que se cuestionó la legitimidad de Catalina para permanecer en el trono. Razin no había pertenecido nunca al ejército regular, pero Pugachev sí había servido en el ejército imperial alrededor de diez años antes de pedir la baja permanente. Pugachev, como Razin, hizo suya la lucha de los campesinos por librarse de una servidumbre forzosa cada vez más restrictiva, pero además consiguió el apoyo del poderoso movimiento de los Viejos Creyentes, un grupo que se había escindido del Patriarcado tras la reforma del Patriarca Nikon.
Lo que Pugachev hizo de manera distinta fue pretender ser el difunto marido de Catalina II, el derrocado y asesinado Pedro III, y, en su condición de heredero legítimo, se proclamó zar, nombró un gobierno y abolió la servidumbre, todo ello apoyado por los altos responsables del escindido movimiento religioso, de corte nacionalista y anti-reformista. En esta ocasión, el ataque no estaba dirigido tanto contra la institución de la monarquía zarista como contra la extranjera alemana que había arrebatado el trono ruso conspirando contra su marido. Además de dar voz a los campesinos convertidos en siervos y a los ultra-ortodoxos que veían con preocupación la progresiva occidentalización de Rusia, Pugachev tuvo el apoyo de muchas minorías étnicas en el gran imperio ruso (cosacos, baskires, kazajos, entre otras) que se sentían amenazados con las políticas de rusificación forzosa impuestas por la zarina. Se estima que en total, a lo largo de todos los años de conflicto, murieron unos 20.000 rebeldes y aproximadamente 16.000 fueron capturados, lo que da buena cuenta de la capacidad de movilización del falso Pedro III.
La única vez que miembros del ejército regular se rebelaron abiertamente contra el zar fue en la asonada que ha sido bautizada como la Revuelta Decembrista de 1825. Una vez más, la cuestión de la servidumbre estaba sobre la mesa y, una vez más, la cuestión no era acabar con un modelo de gobierno que se podía considerar más o menos injusto, sino el descontento con el candidato a ocupar el trono, que era Nicolás I, después de la prematura muerte de su hermano Alejandro I, el vencedor de Napoleón, sin descendencia. Nicolás era conocido por sus opiniones reaccionarias, contrarias a toda reforma social que condujera a una modernización de Rusia, como efectivamente sucedió durante su largo reinado (1825-55). Parte del ejército, que había visto como Rusia salía victoriosa de la amenaza napoleónica gracias al esfuerzo entregado de aquellos a quienes el estado zarista negaba derechos fundamentales, quería obligar al nuevo zar a firmar un compromiso de reformas. Nicolás I ordenó abrir fuego contra militares y civiles en San Petersburgo e inauguró su mandato con un baño de sangre.
En ninguno de los ejemplos anteriores se consiguió cambio alguno, si acaso lo contrario. Pedro I hizo leyes más duras contra los siervos en cuanto tomó el poder a la muerte de su padre pocos años después de concluir la rebelión de Razin, Catalina II reformó la administración y financió militarización del Estado para hacerlo más centralizado, y Nicolás I suprimió la libertad de expresión y creó una de las policías secretas más efectivas de Europa. En los dos primeros casos, los cabecillas fueron ejecutados públicamente. En el tercero, por tratarse de mandos militares, muchos de ellos pertenecientes a influyentes familias nobles, la mayoría fueron enviados a Siberia y sólo unos pocos murieron bajo un pelotón de fusilamiento acusados de traición.
Probablemente todos estos precedentes históricos pasaban por la cabeza de Yevgeny Prigozhin cuando paró su marcha a doscientos kilómetros de Moscú el mismo día que la había emprendido. Como Razin y Pugachev, Prigozhin, se convirtió en el héroe popular que parecía dar respuesta a todas las frustraciones acumuladas desde el comienzo de la invasión de Ucrania: la de las fuerzas armadas, algunos de cuyos mandos sabían claramente lo que iba a pasar, la de los soldados de élite sacrificados por una guerra palaciega, la de las familias cuyos miembros son forzados a ir a una guerra que cada vez menos rusos entienden, sin contar la frustración acumulada desde hace años por los opositores al Presidente Putin, tanto los que se han quedado en Rusia como aquellos que ya se han tenido que exiliar. Todos contuvieron el aliento en este primer órdago al status quo que se producía en más de un siglo de historia. Frente a un hombre carismático, vestido de comando y arropado por sus hombres y por la población de Rostov, un presidente desencajado, solo, vestido de traje oscuro y corbata en un despacho lleno de símbolos imperiales caducos.
Públicamente Prigozhin dijo que no quería ser responsable del derramamiento de sangre rusa. Pero en su fuero interno también debía saber que, al no entrar en Moscú, dejó firmada su propia sentencia, y la de sus hombres. Se dice que a los asesinos de Viriato que reclamaban su recompensa, el procónsul Cepión les espetó «Roma no paga traidores». Rusia tampoco.