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Ficción

Sauron se nos ha hecho «woke»: cómo la inclusión forzada quiere matar la fantasía

Los «woke» se encuentran en una cruzada contra la creatividad, y la inclusión forzada es el caballo de Troya para convertir al género en otra de sus causas

Millie Bobby Brown protagoniza «Damsel», cita sobre una joven que se casa con un apuesto príncipe, pero todo es una trampa, y deberá sobrevivir frente a un dragón
Millie Bobby Brown protagoniza «Damsel», cita sobre una joven que se casa con un apuesto príncipe, pero todo es una trampa, y deberá sobrevivir frente a un dragónArchivo

Las películas, series y libros de fantasía son un placer para muchas personas. Una forma de descubrir nuevas tierras, mundos distintos, y sumergirnos en lugares desconocidos y excitantes. Quién no ha soñado, al ver «El Señor de los Anillos» o al sumergirse en el «Cosmere» e Brandon Sanderson, con vivir en esas tierras fantásticas y descubrir cada uno de sus secretos. Enfrentar grandes retos y sentir que eres el primer explorador en pisar tierras vírgenes. Pues eso se acabó. Lo «woke» ha conseguido cargárselo en su cruzada por la inclusión.

La inclusión siempre ha sido un elemento clave en el movimiento «woke». La presunción de que la diversidad racial, de género o de preferencia sexual deben encontrarse al menos en la misma cantidad que en el mundo real para poder cambiarlo. Esto, si tiene sentido con la historia, no resulta problemático en principio. El problema viene cuando el elemento fundamental de las mismas, o incluso su propia coherencia, se ven afectados por ello.

Dentro de la industria del entretenimiento se han popularizado diferentes métodos y pruebas para cumplir supuestamente con esta inclusión. Tal vez el más infamemente popular sea el Test de Bechdel, que a través de varias preguntas trata de medir la presencia de mujeres en una película. El elemento clave para superar esta prueba es que las mujeres presentes no hablen de sus relaciones afectivas, ni conversen en relación con un hombre. Algo que, aunque sencillo, es un vericueto que lastra la capacidad de creación artística.

Pero no es el único, por supuesto. En la mayoría de producciones cinematográficas modernas se ha estandarizado una figura legal cuanto menos problemática, la llamada «cláusula de inclusión». Esto es, por decirlo sencillo, una obligación contractual que establece que un porcentaje mínimo –a negociar– de los actores y personas del equipo debe pertenecer a un grupo «minoritario» concreto independientemente de cualquier otra cosa. Personas de raza negra, hispanos, mujeres –minoritario no se sabe muy bien por qué– y hasta elementos más coyunturales, como personas mayores de 40 o con discapacidades.

De hecho, esta cláusula se encuentra completamente estandarizada en las grandes compañías de streaming, y tanto Amazon Prime como Netflix han aumentado masivamente sus vigilancias y presupuestos para poder de esta forma asegurarse de que esta diversidad se cumpla siempre. Sea cual sea la obra.

No nos olvidemos que Netlfix, el Gran Timonel del movimiento «woke», pretende gastar en los próximos dos años más de 100 millones de dólares para asegurarse el cumplimiento estricto de esta inclusión en todas y cada una de sus producciones. El propio CEO de Netflix, el polémico Ted Sarandos, ha afirmado que el objetivo final es que la inclusión represente perfectamente la diversidad racial de Estados Unidos. De acuerdo con sus palabras en una entrevista en 2019 a CNBC: «Creo que para que la gente conecte con una obra (…) debe ver algo de ellos en el contenido. Que se vean como ellos».

Esto es desastroso en general, pero más aún en el mundo de la fantasía. Y es que la idea atenta contra la base fundacional de la fantasía, descubrir nuevos lugares y pueblos distintos. Nadie me parece haberlo explicado mejor que George RR Martin, autor de «Canción de hielo y fuego» –«Juego de Tronos»–, que define este género como algo necesariamente mágico y diverso.

En el sur de Oz

«Leemos fantasía para encontrar los colores de nuevo (…)Hay algo antiguo y verdadero en la fantasía que le habla a algo profundo dentro de nosotros, al niño que soñó que un día cazaría en los bosques de la noche y encontraría el amor en el sur de Oz». Esta visión choca de frente con las pretensiones «woke», que la consideran como un nido de racismo y supremacismo blanco. Una amenaza por sí misma, pues pretende escapar de la realidad social y construir mundo a la medida los «opresores».

«Harper’s Bazaar», una de las publicaciones culturales «woke» por excelencia, cargaba de frente contra toda la fantasía, acusándola de «racista» y «tiránica». La analista Vanessa Angélica Villareal llega a decir en su artículo «Fantasy Has Always Been About Race» de 2022 para dicha publicación que este género debe ser representativo e igualitario con las razas como en el mundo real. Según su forma de verlo, la fantasía solo debe existir si se organiza como una «imaginación poscolonial y se expande de forma radical hacia el horizonte de la justicia social».

La sensación del descubrimiento y la aventura queda, pues, supeditada a la nada. A la realidad que los «woke» pretenden construir. La idea «woke» de generar un mundo a su medida, con la «neolengua» o las cuotas, les enfrenta directamente con la fantasía. Y es que no hay nada que les aterre más que la capacidad de un autor de desarrollar un mundo propio que no represente la supuesta realidad ante la que hay que «despertar», como asegura el nombre de su movimiento.

Pero esto no se queda aquí. Podríamos preguntarnos que, si el problema es la representación, ¿qué pasa cuando en esos mundos hay diferentes razas? Pues peor aún. En la fantasía, estas razas o pueblos distintos suelen estar separadas, representar filosofías de vida dispares y tener elementos identitarios muy fuertes. Los elfos de Tolkien con sus pelos largos y la magia; los enanos con fuertes barbas y codiciosos; o los habitantes de Essos en «Juego de Tronos», místicos y dados a la hechicería.

Cualquier persona podría decir que ya habría inclusión en este caso, también que aparecen muchas personas de orígenes distintos. Y, además, estos pueblos son representados casi siempre como orgullosos, con sus tradiciones propias y su forma de ver el mundo. Culturas verdaderamente vivas y capaces de destacar y fascinar por sí mismas, sin necesidad de que se fuerce su inclusión.

Pues no. Según su forma de verlo, estas representaciones serían manidas proyecciones que buscan aislar a las poblaciones entre sí y no representar la multiculturalidad de las sociedades modernas. Y es que el problema, en última instancia, no parece ser la diversidad, sino el tipo de diversidad que ellos plantean.

Sin espacio para imaginar

Así, ver «Los anillos de poder», «The Witcher: Blood Origin» (ambas de 2022) o la más reciente «Damsel» (2024) solo puede resultar decepcionante. Mundos supuestamente fantásticos recubiertos de una capa de aburrida igualación. Nadie es distinto. Todos son idénticos en raza y costumbres, a lo sumo, la ropa es distinta. Pero poco, que no vaya a ser.

Independientemente del lugar, todas las poblaciones son exactamente idénticas. Desde el más lejano reino nórdico a los elfos perdidos en un bosque. Nada se aleja de la norma y la cultura genérica que se pretende imponer. Un mundo aburrido y gris y, sobre todo, muy poco fantástico.

Todo debe responder a la realidad más estricta –incluso forzándola–, porque la fantasía ha de contribuir al proceso de cambio global que plantean. No debe ser, como ningún otro producto en su forma de verlo, una fuente de escapismo, sino ayudar a solucionar las supuestas injusticias sociales. Y es que, en palabras de la académica Letitia Meynell, el objetivo final de la ideología «woke» es construir «un mundo nuevo basado en la igualdad».

La inclusión forzada es una excusa, una forma como otra cualquiera de abarcar con la ideología «woke» un género poco dado a las declaraciones políticas inmediatas. La fantasía es imaginación y en mundo en supuesta batalla constante, donde las opresiones se multiplican y siempre existe la amenaza de que el racismo y el machismo salgan victoriosos, no queda espacio para fantasear.

La tendencia «woke» ya le ha costado muchas grandes cosas al mundo. Decenas de obras como «Lo que el viento se llevó» (1939), «Centauros del desierto» (1956) o hasta «Tintín» (1929) ya han caído en la hoguera por ser supuestamente racistas y/o ofensivas. Si lo «woke» ya nos ha costado tanto, no dejemos también que nos quiten la fantasía, en última instancia, la propia capacidad de imaginar.