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Cuando Dickens predijo la dictadura «woke»

A mediados del siglo XIX, el escritor inglés ya se rebeló contra la corrección política y el adoctrinamiento que «corrían el riesgo de convertirse en una ideología» que afectase a la literatura en detrimento de lo humano
Fotografía de Charles Dickens en 1863 por Robert Hindry Mason.Robert Hindry MasonEFE
La Razón
  • Diego Gándara

    Diego Gándara

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El término «woke», en los últimos años, ha ido ganando un papel protagónico en el discurso social y cultural. Originado en la lengua afroamericana y utilizado cotidianamente en «slang» con el significado de estar despierto o consciente, el término ha ido evolucionando hasta abarcar, hoy en día, un conjunto de ideas y de valores centrados en la conciencia social y en la equidad. Sin embargo, aquello que en un principio empezó como un movimiento a favor de la justicia y la inclusión acabó siendo el centro de debates diversos y controversias varias en todos los ámbitos.
Aunque el término «woke» hunde sus raíces en el activismo afroamericano de la década de 1940, su resurgimiento en la cultura popular se dio a mediados de los noventa, con el auge del movimiento «Black Lives Matter», que nació como reacción a la brutalidad policial y que propagó el uso del término más allá de los límites de la comunidad negra. El término se convirtió en el estandarte de cuestiones relacionadas con el género, con la orientación sexual y con la discapacidad desde una perspectiva sensible y empática hacia las minorías.
La palabra ha impregnado tanto el discurso social y político que ya se habla de una «cultura woke». Una que, evidentemente, aboga por la conciencia social pero que no deja de mostrar en muchas ocasiones su mero lado políticamente correcto. Esa presencia de lo «woke» ha trascendido hasta el entretenimiento, la publicidad y, también, en la literatura y en el mundo de la edición. Como si fuera un fantasma que recorre la conciencia social, muchas empresas, corporaciones, celebridades y figuras públicas, contribuyen, por las dudas, a la fagocitación de esta cultura, adoptando prácticas y posturas que reflejen una mayor conciencia. En el ámbito educativo, por ejemplo, ha sido fundamental para que en los planes de estudio de Estados Unidos se ofrezca un énfasis en las contribuciones de las comunidades marginadas y no tanto en las figuras de los hombres blancos, ricos y modernos que hicieron la historia de una nación.
En el ámbito literario, en cambio, la perspectiva de la «cultura woke» no ha dado los mejores resultados, sino que su intromisión ha generado algunos debates y ciertas incomodidades. En su afán de reescribir los clásicos desde una mirada más «consciente», ha pecado de ser «más papista que el Papa» para mostrarse en realidad, como una cultura pacata, moralista, tendiente a la censura y la cancelación.
Uno de los primeros casos, o uno de los más llamativos o notorios, de la irrupción de la «cultura woke» en el ámbito literario, se dio con Roald Dahl, cuando la editorial Puffin, del grupo Penguin Random House, pretendió reeditar en 2023 los 16 títulos del escritor británico de literatura infantil desde una perspectiva inclusiva y políticamente correcta, con lo cual personajes emblemáticos de la obra de Dahl como Augustus Gloop dejaría de ser «enormemente gordo» para ser simplemente «enorme», Mrs. Twit dejaría de ser una mujer «terriblemente fea y bestial» para ser solamente «fea» y los Oompa-Loompas pasarían a ser «personas pequeñas», sin género, en lugar de ser lo que habían sido en la imaginación del autor: «hombres pequeños». La idea de «corregir» los textos de Dahl no provino de la editorial, sino de los herederos del escritor, pero como la avalancha de críticas no paró de crecer, entre las que sobresalía la de Salman Rushdie, que habló directamente de una «censura absurda», Puffin dio marcha atrás. Eso sí: dispuso que en las librerías hubiera dos versiones, para que los lectores pudieran elegir entre los textos originales o los textos «correctos» de «Matilda», «Charlie y la fábrica de Chocolate», «James y el melocotón gigante» y «El Gran gigante bonachón».
Las iniciativas de hacer una versión actualizada de clásicos para no herir la sensibilidad de los lectores por cuestiones de peso, salud mental, género o raza, a pesar del caso de Roald Dahl, siguieron adelante, pues lo mismo ocurrió, tiempo después, con la serie James Bond, de Ian Fleming. Según Ian Fleming Publications, dirigida por los descendientes de Fleming, éstos sucumbieron ante la «cultura woke» y decidieron que, en futuras ediciones sobre las peripecias de 007, no existan términos o alocuciones que hoy podrían resultar ofensivas o, como se dice, herir la sensibilidad. Aunque resulten llamativos, estos casos son el reflejo de una tendencia que padecieron otros escritores en el pasado. Basta recordar los problemas que tuvieron que lidiar con la censura autores como Nabokov, al que acusaron de haber escrito una novela pornográfica como «Lolita»; Goethe, al que atribuyeron el aumento de suicidios a la publicación y la lectura de «El joven Werther»; o Flaubert, con «Madame Bovary», responsable de incentivar el adulterio.
[[H2:Reescribir «La Cenicienta»]]
El escritor inglés Charles Dickens, que no sufrió censura alguna, ya advirtió de los peligros de esta tendencia en 1853, en un artículo publicado en el periódico «Household Words» y titulado «Fraude en el mundo de las hadas», donde criticó las andanzas de un ilustrador llamado George Cruikshank, que había colaborado con Dickens y con el que las cosas no habían terminado bien debido al moralismo excesivo del ilustrador, que acabó volviéndose un abstemio fanático que terminó haciendo numerosas ilustraciones en contra del alcohol y el tabaco e incluso se animó con una modernización de un cuento clásico como «La Cenicienta».
El artículo, recogido en el hermoso y completo libro «Pasiones públicas, emociones privadas» (Gatopardo, 2024) que recopila los escritos periodísticos del autor de «Grandes esperanzas», es una auténtica diatriba, con una buena dosis de humor, en la que Dickens no sólo se mofa de su antiguo colaborador, sino que arremete con inteligencia contra lo que considera, abiertamente, una auténtica censura, una verdadera apropiación. «En un momento de grave ofuscación, nuestro estimado defensor de la moral ha decidido que Pulgarcito, Barba Azul, Blancanieves y otros miembros de la misma familia debían convertirse en vehículos propagadores de la Abstinencia Radical, el Libre Mercado, la Educación Popular y la Ley Seca
–escribe Dickens–. Y a tal efecto se ha dedicado a adulterar los cuentos de hadas, introduciendo en ellos estos y otros adoctrinamientos».
Es que Dickens, ya a mediados del siglo XIX, era consciente de que la pretensión de ser políticamente correcto podía correr el riesgo de convertirse en una ideología y no en una representación genuina de la diversidad humana. Como si se anticipara a la cultura actual, aunque criticara la cultura de aquel momento, Dickens no dejaba de sospechar que la búsqueda de la corrección política sólo podía ofrecer obras forzadas, carentes de chispas y autenticidad.
«De entre todos los hombres, este incomparable artista del grabado debería ser el último que osara meter sus refinadas manos en un texto feérico –dice Dickens sobre Cruikshank–. Él, maestro de un arte que ilustra con belleza, buen humor y sabiduría, jamás debió abandonar los instrumentos propios de su oficio para ponerse a corregir historias de brujas y ogros, personajes a los que honraría mucho mejor con la punta y el buril que no con la pluma y la tinta».
Y concluye, Dickens, con todo su ingenio, que también despuntó en su copiosa y abundante obra periodística, con una versión «editada» de la historia de la Cenicienta por uno de estos supuestos «benefactores, para que se comprenda mejor la relevancia del nuevo negocio y el gran alcance de su misión reformadora». El resultado es un texto aburrido, descafeinado, sino fuera por la imaginación desbordante y corrosiva de Dickens, que imagina una Cenicienta moderna para aquellos tiempos pero que conserva, sin embargo, su inocencia de corte extravagante, su simplicidad original, a resguardo de cualquier idea de pureza, de cualquier manipulación. ¿Quién sabe si detrás de la «cultura woke» se oculten buenas intenciones o si, como señalaba Lacan, las buenas intenciones sólo pueden conducir a lo peor? Como advierte Dickens, quien ose modificar las obras literarias según su capricho, solo para ajustarlas a sus creencias, sean las que sean, merece ser acusado de apropiación indebida.
►El artículo de Dickens, aunque fue publicado en 1853, tiene, muchos años después, una vigencia que ni el mismo autor de «Oliver Twist» hubiera imaginado, especialmente cuando vislumbra una literatura sesgada por lo políticamente correcto. «Imaginad una edición abstemia de ‘‘Robinson Crusoe’’; en ella quedaría suprimida toda mención del ron
–afirma–. Imaginad ahora otra versión, esta vez pacifista, de la que quedarían excluidos los barriles de pólvora, pero sobrevivirían los de ron. O una edición vegetariana en la que habría desaparecido el asado de cabrito. En una versión propiciada por la Sociedad Protectora de los Aborígenes desaparecería todo rastro de canibalismo y Robinson recibiría a los amables salvajes que desembarcan en la isla con los brazos abiertos. Y, en suma, de seguir así bastaría un siglo para que el propio Robinson fuera «editado» y excluido de la isla; claro que para entonces también la isla habría sido engullida por los vastos océanos editoriales».

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