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Batallas culturales

Suecia quiere que los inmigrantes hablen sueco (y los llaman fascistas por ello)

El Gobierno de ese país promueve un canon cultural (del cine a modos de vida) que desata las críticas de la izquierda y abre el debate sobre si una nación tiene derecho a tener cultura propia

A migrant from Somalia walks through downtown Flen, some 100 km west of Stockholm, Sweden.
A migrant from Somalia walks through downtown Flen, some 100 km west of Stockholm, Sweden. Michael ProbstAgencia AP

Que el debate político y cultural últimamente se encuentra bastante trasnochado no es una sorpresa para casi nadie. Una de las polémicas más llamativas de los últimos tiempos se ha producido por un documento que el Ministerio de Cultura de Suecia publicaba a principios de este octubre y que ha conseguido reunir, tanto dentro como fuera del país, una gran cantidad de apoyos y detractores. El informe, que recibe el nombre de Sveriges Kulturkanon (canon cultural de Suecia), reúne una de serie de hitos culturales de ese país –películas, Historia y modelos de vida– que pretende acelerar la inclusión de los inmigrantes a través del conocimiento del acervo histórico del mismo. No obstante, la izquierda acusado al Gobierno de racista y de nacionalista por pretender «imponer una cultura».

Ahora bien, cuando uno observa el canon y su lista de elementos, que además se actualizará cada diez años para recoger las nuevas realidades del país, resulta difícil pensar en la polémica. En esa lista se encuentran aspectos completamente normales y básicos que uno entendería como principios fundamentales para vivir en un país. Aquí, por ejemplo, aparecen figuras como el célebre director sueco Ingmar Bergman, Pippi Calzaslargas o una comprensión básica y funcional del idioma sueco, considerado por el Gobierno –y el sentido común– como un requisito indispensable para poder tener una sociedad cohesionada y funcional. La ministra de Integración, Simona Mohammson, declaró cuando comenzó la polémica no comprender los motivos del enfado, ya que el canon no es obligatorio, sino sólo una guía y una recomendación para que la sociedad del país no sea una formada por grupos dispersos sin cultura ni ideas en común. Mohammson alegó también que «no era un derecho humano» vivir en Suecia y que ser un país abierto en el que casi el 20% de la población es inmigrante no representaba la intención de perder la propia cultura. Algo a todas luces con mucho sentido, considerando además que el país ya se encuentra en una situación complicada con respecto a la inmigración desde otros de origen árabe o levantino que, como demuestran los datos y el aumento de la conflictividad social, no había logrado integrarse a prácticamente ningún nivel.

No obstante, la izquierda ha reaccionado con una absoluta furia. Tanto partidos políticos locales como Prensa internacional de izquierdas han acusado al Gobierno sueco de estar «politizando la cultura» y creando divisiones en la sociedad del país. Así, por ejemplo, Lawen Redar, la portavoz del Partido Socialdemócrata, lo tilda de tiránico y afirma que trata de «restringir la cultura y expulsar a los inmigrantes». Este debate, al final, representa un conflicto en la forma de comprender un Estado y, sobre todo, una nación. Aquí podemos ver la lucha entre aquellos que la comprenden como una evolución histórica y social de siglos frente a los otros que creen que todo lo anterior debe ser borrado y que la tradición, por el mero hecho de ser anterior, no tiene valor. Cabe recordar que una nación tiene el derecho y casi la obligación de conservar su propia cultura. Es legítimo que una quiera proteger su lengua, su literatura, sus costumbres o su modo de entender la libertad. No se trata de excluir lo diferente, como deja en claro el canon, sino de evitar que la identidad propia se diluya hasta desaparecer. Los derechos culturales son tan importantes como los políticos o económicos, y es que un país tiene el mismo derecho a hablar su idioma que a tener acceso a sus recursos naturales.

Identidades ajenas

El gobierno sueco pretende, con bastante lógica, construir una base común para que todos los suecos, nacidos allí o no, conozcan, valoren y entiendan la historia y forma de pensar de su país. En palabras del político y pensador Edmund Burke, un país o una nación no es más que un acuerdo entre «los vivos, los muertos y los que están por nacer», es decir, que la cultura se forma a través de las nuevas aportaciones y de la tradición que ha marcado la historia de ese pueblo. Nace de sus particularidades, de su forma de ver la vida y de entender el mundo. La cultura de un país, para que siga viva, no sólo necesita modernizarse, sino que es obligatorio que tenga raíces para establecer bases comunes. Al contrario de lo que afirman la izquierda, este Kulturkanon es positivo tanto para la inmigración como para la sociedad puramente sueca y debería servir de ejemplo. La cultura compartida no es enemiga de la multiculturalidad. De hecho, es su condición de posibilidad. Únicamente puede existir un diálogo genuino entre culturas cuando cada una tiene conciencia propia y se valora a sí misma. Un país que conoce su tradición puede abrirse al mundo con seguridad; uno que la niega acaba importando sin filtro identidades ajenas y valores ajenos, hasta perder la coherencia interna que sostiene su sistema y, en este caso, su democracia.