En memoria

Ha muerto el alquimista del toreo

Con la muerte del torero jerezano Rafael de Paula, se acerca irremisible nuestra definitiva extinción.

 FESTIVAL RAFAEL DE PAULA, CON JOSELITO Y MORANTE DE LA PUEBLA.
FESTIVAL RAFAEL DE PAULA, CON JOSELITO Y MORANTE DE LA PUEBLA.LUIS SEVILLANO LA RAZÓN

Con la muerte del torero jerezano Rafael de Paula, se acerca irremisible nuestra definitiva extinción. Me refiero a aquella que hace humanos a los humanos, paulatinamente sustituidos por un mundo robótico. Porque Paula era miembro de una estirpe que está desapareciendo, la de los toreros gitanos que a veces ni siquiera eran gitanos pero que en el siglo XX fueron así encasillados. Era Paula de la estirpe de los Cagancho y Rafael el Gallo. Y como tal, como ellos, en el ruedo no se sabía si en realidad toreaba o destoreaba, si daba o quitaba, si iluminaba o hacía caer las tinieblas sobre el ruedo.

Frente a la carnalidad de cierta tauromaquia, decían que Paula representaba la espiritualidad. En realidad, todos aquellos que hablaban de la gracia gitana de Paula, del arte de Paula, del duende de Paula, se equivocan. Porque Paula luchaba en el ruedo contra el toro y contra él mismo.

La primera vez que lo vi, en un festival en Écija (Sevilla), me pareció que no llevaba una muleta en la mano sino una navaja de Albacete con la que se estaba jugando unas lindes con el toro. Realicé una fotografía en blanco y negro que cuando la miro siempre me recuerda al famoso «Duelo a garrotazos» de Francisco de Goya. Otros dicen que hacía arte.

Lo repito: craso error, Paula no era un artista, Paula era un quilate de vida, con sus contradicciones, sus miedos, sus desgracias y alegrías, con sus ajustes de cuentas dentro y fuera de la plaza, hasta el punto de contratar sicarios o de boicotear el libro que le dedicaba su propio hijo. Paula ha sido dentro del ruedo el torero imprevisible, incomprensible, inasible.

«Tengo miedo, miedo a la muerte, soy un cobarde», le confesaba a los periodistas Zabala de la Serna y Antonio Lucas en una entrevista concedida al diario «El Mundo» en el año 2021.

Frente a esos toreros que parecen robots, en su estética y en su ética, en su perfección en el ruedo, Paula nos enseñaba, incluso los días gloriosos, que sus debilidades, las debilidades de la especie humana, siempre están al acecho.

Y es ahí donde estaba el valor de Rafael de Paula, un torero que en un momento determinado de su carrera toreaba con enormes dolores en las rodillas, con las imperfecciones del cuerpo humano. Ante la debilidad, Paula se ponía un gorro de alquimista, mezclaba ingredientes que nadie conocía y que ni él mismo sabía cómo se mezclaban –de ahí sus faenas que siempre resultaban únicas–, salían fuegos artificiales y burbujas de su toreo… o explotaba todo el laboratorio.

Íbamos a ver a torear a Paula sabiendo que la plaza olía a nitroglicerina, a azufre, pero que un capotazo, con su envés azul, un azul profundo como la fosa de las Marianas, transformaba aquella alquimia en la explosión del precámbrico, es decir, la aparición de la vida molecular compleja.

Y aquel capotazo o muletazo lo daba con un gesto de dolor, porque tal y como nace la vida, los partos de los pases de Paula eran dolorosos y mágicos. Y nosotros, los de esa civilización que se extingue, íbamos a la plaza a rompernos nuestra mejor camisa, o a gastarnos alegremente los cuartos en la taquilla aun sabiendo que posiblemente Paula en lugar de coser iba a descoser la faena. Íbamos porque, como escribió Jean Cocteau, «España no sabe de avaricia, tira su dinero por los balcones».

La desaparición de Rafael de Paula es la de un alquimista que nos hizo creer que el albero podía transformarse en oro.