A través del zaguán: La Granada nazarí a pie de calle
La Alhambra, las innumerables mezquitas, los abarrotados zocos y jardines, la Granada de la época nazarí fue una de las ciudades más esplendorosas de la Europa medieval
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En 1999, en una excavaciones arqueológica en la calle granadina del Zacatín, se halló un espléndido conjunto de cerámicas griegas del siglo IV a. C. El centenar de vasos que formaba aquel depósito estaba allí por una razón desconocida, pero se cree que pudo tratarse de una ofrenda ritual al río Darro, el que en el futuro habría de ser el eje vertebrador de la ciudad medieval. Quienes depositaron aquellas piezas eran los habitantes de la ciudad ibérica de Iliberri, que por entonces ocupaba parte del actual barrio del Albaicín. El eco de aquella antigua ocupación se prolongaría de forma continuada hasta nuestros días, y el desarrollo de la ciudad llegaría a alcanzar cotas que aquellos viejos pobladores difícilmente podrían haber imaginado. El tiempo y las vicisitudes de la historia quisieron que el enclave pasara primero a albergar un municipio romano –Florentia Iliberritana– y más tarde a acoger un concilio episcopal.
Granada es una ciudad que siempre se ha relacionado con su pasado musulmán, pero lo cierto es que durante el califato omeya estuvo permanentemente eclipsada por Madinat Ilvira (Elvira), que ejercía como capital de la cora (la provincia administrativa), y hubieron de transcurrir hasta cuatro siglos para que asumiera un papel central en la región; un lugar que ya jamás volvería a abandonar. En el siglo XI los reyes ziríes de la taifa elevaron a Madinat Garnata a la capitalidad de su pequeño reino. Desde el refugio de los muros de su alcazaba, construyeron murallas, expandieron la trama urbana hacia la ciudad baja (la medina) e incluso la extendieron hacia el otro margen del viejo Darro, aquel que los iberos del lugar habían venerado un milenio y medio antes. Aquel sustrato fue el fundamento sobre el que los monarcas nazaríes edificarían su capital, que llevarían su esplendor a niveles insólitos, hasta el punto que aún hoy es difícil pensar en Granada sin evocar aquel próspero pasado.
El emirato nazarí de Granada (1232-1492) fue de hecho uno de los reinos peninsulares más longevos del Medievo, aunque su imagen de solidez haya quedado lastrada por aquella famosa escena de la entrega de llaves de su último monarca, Boabdil, a los Reyes Católicos. Lo cierto es que, aunque el reino no dejó de ser hostigado por las conquistas de los reinos cristianos, la vida en el emirato se desarrolló por lo general de un modo estable y dinámico. En aquel contexto, la ciudad creció de forma exponencial hasta convertirse en una de las más importantes de Europa. En una de sus colinas, la espectacular Alhambra se erguía orgullosa como un auténtico emblema del reino, repleta de ostentosos palacios y a la vez protegida por sólidas murallas. A pie de la medina proliferaron los barrios comerciales y concurrieron zocos y mercados. Las alhóndigas, lugares en los que se almacenaban y vendían productos llegados de otros lugares, alojaban en sus dependencias a multitud de comerciantes extranjeros, mientras que los arrabales artesanos bullían de actividad. Allí donde había nacido el antiguo núcleo del «oppidum» ibérico, floreció el arrabal del Albayzín (Rabad al-Bayyazin o «barrio de los Halconeros»), un espacio regado por grandes acequias que conducían el agua hacia los innumerables aljibes que salpicaban sus calles.
Los nazaríes eran muy celosos de su intimidad. Sus ventanas solían contar con ajimeces o celosías que permitían ver de dentro hacia fuera pero no a la inversa, mientras que los accesos desde la calle se producían siempre a través de un zaguán, una especie de antesala con dos vanos dispuestos en recodo de forma que se evitaba la visión directa del patio, preservando con ello la privacidad de la familia. Pese a todo, la mayoría de las viviendas eran mucho más humildes, y con frecuencia en esta época habían recrecido en altura como resultado de la creciente densidad de población derivada de la inclusión de nuevos migrantes en repliegue desde las zonas conquistadas. Los abigarrados barrios solían tener trazados sinuosos, con calles a menudo estrechas y con importantes desniveles en algunos puntos.
El esplendor nazarí de Granada no hay que buscarlo solo en las residencias palatinas de las élites o en las grandes almunias que construyeron más allá de las murallas, sino que se sustentaba en el resto de la población, que faenaba en los arrabales, paseaba por los concurridos zocos de la medina o acudía a las innumerables mezquitas que elevaban sus alminares por encima de los tejados de sus viviendas cuando se llamaba a la oración. El Albaicín, que en época nazarí contaba con una administración propia, se convirtió tras la conquista cristiana en el lugar que acogió a los moriscos hasta su expulsión un siglo después.
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