Sección patrocinada por sección patrocinada

Vidas extraordinarias

Tullia d’Aragona, filósofa neoplatónica, poetisa y cortesana

Destacó como poeta, filósofa y autora de una obra que replanteó la autonomía femenina

Tullia d’Aragona nació en Roma alrededor de 1510
Tullia d’Aragona nació en Roma alrededor de 1510Archivo

En pleno siglo XVI, las cortes renacentistas italianas fueron testigo del auge de las cortesanas ilustradas. Estas mujeres, conocidas como «cortigiane oneste», no eran meras acompañantes, sino intelectuales refinadas -poetas, músicas, compositoras, filósofas- que participaban activamente en los debates cortesanos. Aunque seguían dependiendo económicamente de sus protectores, gozaban de una autonomía intelectual. No se limitaban a inspirar como musas; sino que participaban activamente en los debates filosóficos, creaban obra propia y dejaban boquiabiertos a los eruditos de su época.

Este fenómeno no fue marginal: Veronica Franco, Camilla Pisana, Alessandra Fiorentina, Vittoria Colonna y Beatrice Ferrarese son solo algunos nombres de un amplio registro de mujeres italianas altamente dotadas. Entre todas ellas hoy destacamos a Tullia d’Aragona. Nacida en Roma entre 1501 y 1505. Su apellido puede resultar confuso porque sugiere origen español. Este derivaba de su padre, el cardenal Luigi d’Aragona, nieto ilegítimo de Fernando de Aragón, rey de Nápoles. Su vida estuvo marcada desde el principio por el doble estigma del nacimiento ilegítimo y por tener una madre cortesana.

Sin embargo, su padre le procuró una educación humanista refinada, propia de la élite intelectual. Muy pronto, d’Aragona destacó por su cultura, su dominio de la música y la poesía, y su extraordinaria capacidad de conversación, una formación que sembraría las semillas de su futura producción intelectual. Pese a esta formación, no pudo escapar de una fama que la perseguía desde la infancia, y a los dieciocho años ingresó al mundo de las cortesanas.

Dentro de esta profesión existía una jerarquía. En la cúspide se encontraban las «cortigiane oneste», mujeres que combinaban el comercio de su compañía con una formación artística y literaria. A diferencia de las prostitutas comunes, estas cortesanas gozaban de prestigio cultural y social: podían leer a Petrarca, debatir sobre Aristóteles o improvisar versos en los salones venecianos. Eran, en definitiva, mujeres que convertían su inteligencia en su mayor atractivo. En el extremo opuesto estaban las «cortigiane di lume» o simples «meretrici» (prostitutas) de clase baja. D’Aragona alcanzó el nivel más alto, lo que le permitió residir en palacios cortesanos y contar con protectores influyentes. Continuó su educación de la mano de eruditos, escritores y pintores que frecuentaban estos círculos.

El amor dialogado

Tullia d’Aragona se movió entre las principales ciudades italianas: Roma, Florencia, Ferrara, Siena y Venecia. En cada una de ellas dejó huella. Fue protegida del banquero Filippo Strozzi, figura influyente en la Florencia de los Médici, quien la introdujo en los círculos de eruditos y artistas. Más tarde, el noble Emilio Orsini llegó a fundar en su honor una «Sociedad Tullia», formada por seis caballeros que se comprometieron a defender su nombre y su reputación. Su magnetismo inspiró a poetas y escritores: Girolamo Muzio la inmortalizó en sus églogas con el nombre de «Thalia», y Ercole Bentivoglio llegó a grabar su nombre en los árboles del Po.

Desde su Roma natal, d’Aragona viajó a Florencia, Ferrara, Siena y Venecia, consolidando su reputación como una de las mejores escritoras y filósofas de su tiempo. Isabella d’Este (ya hablamos en esta sección) la menciona en sus cartas mientrav visita Ferrara. En 1535, su fama era tal que organizaba reuniones de literatos en su casa de Venecia. Allí se fraguaron debates que inspiraron obras como el «Diálogo sobre el amor» de Sperone Speroni, al que ella respondió años más tarde con su propio texto filosófico. Su vida amorosa fue intensa, pero su verdadera pasión fue el pensamiento. Las fuentes también mencionan a una tal Penélope d’Aragona, posiblemente hija o hermana de d’Aragona, aunque los detalles permanecen oscuros.

Hacia 1543 contrajo matrimonio con Silvestro Guiccardi de Ferrara, un enlace del que apenas se sabe nada, salvo que le permitió llevar una vida más respetable y vestir como una dama noble. No fue un matrimonio por amor, sino una estrategia para ganar independencia. Tres años después, por razones políticas, huyó de Siena y se refugió en Florencia, bajo la protección de Cosme I de Médici. Allí escribió su obra más importante: «Diálogos sobre la infinitud del amor» (1547), una reflexión filosófica sobre el amor y la autonomía femenina que se inscribe en la tradición neoplatónica del Renacimiento.

El libro es revolucionario. Por primera vez, una mujer adopta la voz principal en una disquisición sobre el amor y el deseo, hasta entonces monopolizada por hombres. d’Aragona defiende en sus páginas que los impulsos sexuales no son pecaminosos, sino una parte esencial e incontrolable de la naturaleza humana. El amor, afirma, solo alcanza su plenitud cuando el cuerpo y el espíritu se armonizan, bajo el ideal neoplatónico. Sin importar si se trata de hombres o de mujeres: ambos son iguales ante el amor y el intelecto. Su filosofía dialoga con la de Marsilio Ficino, gran teórico del neoplatonismo florentino, pero va más allá al integrar la sensualidad en el marco moral del amor. Frente a la tradición que oponía cuerpo y alma, d’Aragona propuso una síntesis que dignificaba el placer. Su obra nos habla de una mujer que pensó, escribió y se atrevió a hablar del amor sin permiso