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Ministerio de Cultura

Urtasun y la ética tras la vitrina

¿Es posible un tratamiento ético de un cuerpo muerto expuesto como objeto?

El Museo Arqueológico acoge desde hoy la momia guanche del Barroco de Herques, el mejor ejemplo de restos momificados prehispánicos
El Museo Arqueológico acoge desde hoy la momia guanche del Barroco de Herques, el mejor ejemplo de restos momificados prehispánicoslarazonAgencia EFE

El anuncio ayer del ministro de Cultura, Ernest Urtasun, según el cual los Museos Estatales volverán a exhibir los restos humanos retirados hace apenas unos meses –eso sí, «en mejores condiciones» y «siguiendo las recomendaciones internacionales»–, supone un movimiento que, más que resolver una cuestión, abre un problema mayor: ¿es posible un tratamiento ético de un cuerpo muerto expuesto como objeto? ¿O estamos ante una maniobra que pretende conciliar lo irreconciliable? La contradicción no es menor. El Ministerio justificó la retirada de restos humanos apelando a la necesidad de adecuar las prácticas museológicas a los estándares contemporáneos de ética y dignidad. Era un gesto que buscaba romper con el legado del museo decimonónico –ese gran gabinete antropológico que convirtió cuerpos anónimos en evidencia científica, en exotismo domesticado o en simple material educativo–.

Sin embargo, pocos meses después, el mismo Ministerio anuncia que los restos volverán a «museizarse», con el matiz tranquilizador de que ahora «será distinto». Pero ¿qué significa exactamente «museizar mejor»? ¿Es suficiente cambiar la vitrina para transformar la naturaleza del acto de exhibir? La suspensión temporal de estos cuerpos podría haber sido una oportunidad para replantear de manera radical el lugar del cuerpo muerto en la institución museística –no tanto como parte del patrimonio cuanto como testimonio biográfico, como sujeto que merece reconocimiento funerario, como silencio que interpela en lugar de ilustrar–. Pero lo que se anuncia ahora es una solución que rehace el camino para llegar, en realidad, al mismo punto: la exposición vuelve a ser el destino final.

La ética, más que un fundamento, parece convertirse en un dispositivo decorativo. La obsesión actual por revestir de corrección moral cualquier decisión cultural ha generado una criatura paradójica: la «ética museográfica»; una noción que, si se analiza con cierto rigor, funciona como una semántica destinada a justificar lo que el propio museo no está dispuesto a abandonar: el poder que confiere la posesión del cuerpo.

La Carta Internacional sobre el Tratamiento Ético de Restos Humanos establece parámetros necesarios, pero no resuelve el dilema central: que exhibir un cuerpo es siempre una forma de apropiación, por muy pedagógico, aséptico o contextualizado que pretenda ser el dispositivo expositivo. Los defensores de la museización argumentarán que retirar los restos supone amputar la narración histórica, especialmente en periodos en los que la presencia del cuerpo –su violencia, su enfermedad, su precariedad– es imprescindible para comprender la dimensión humana del pasado. Pero confunden visibilidad con justicia: mostrar huesos no es sinónimo de devolver dignidad. La dignidad no se deposita en una vitrina; se construye reconociendo de qué modo esos restos fueron obtenidos, qué violencias contienen y qué silencios imponen.