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Villanos «british» con cicatrices, nunca más

Parece ser que el British Film Institute, a la aza de la chorrada del mes, ha decidido cortar la financiación a las películas que representen villanos con cicatrices, quemaduras o marcas taquigráficas para la villanía
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Parece ser que el British Film Institute, a la aza de la chorrada del mes, ha decidido cortar la financiación a las películas que representen villanos con cicatrices, quemaduras o marcas taquigráficas para la villanía.
Hablábamos hace no mucho con Luis Ortega, a cuenta de su nuevo y notable filme, «El ángel», del secreto de Carlos Robledo Puig, un joven argentino que en los 70 mató a más de diez personas sin apenas cumplir los 20 años. Su rostro rubicundo y angelical lo convirtió durante mucho tiempo en «invisible» para la policía. No podía ser que aquel chico de rizos de oro fuese la bestia desalmada que en realidad era. ¿Acaso no lo desmentía aquel semblante seráfico? Sería largo de analizar los orígenes de ese prejuicio universal que ve en la cara el espejo del alma y que, por tanto, asocia directamente el Mal con alguna tara física que, por fuerza, trasparenta de adentro hacia afuera.
Ya los antiguos asociaban lo bello con lo bueno, lo armónico con lo virtuoso. Y todos los estereotipos (de la literatura al cine) han comulgado con esa premisa: los buenos son físicamente inmaculados; los malos, tarados. En el siglo XIX, a caballo de la frenología, esa idea se exacerbó, y durante mucho tiempo el perfil criminal trazado por el italiano Cesare Lombroso sirvió para buscar al malherchor, que por fuerza tenía que tener determinados rasgos físicos casi siempre anómalos. Del juego con ese acervo folclórico, desmontado hace tiempo pero presente como plantel iconográfico, beben los villanos del cine: los marcados como Scarface o el Sargento Barnes de «Platoon» y los directamente deformados como Freddy Krueger o el Joker... Al fin y al cabo, de algún modo fácilmente reconocible hay que trazar la línea entre buenos y malos en el cine. Hace un año, un grupo de dermatólogos se quejaron de esta «injusticia» milenaria: «La mayoría de las películas usan la enfermedad de la piel para transmitir las motivaciones tortuosas de un personaje.
En muy pocas describen a personajes con enfermedad en la piel con simpatía». Parece ser que el British Film Institute, a la caza de la chorrada del mes, ha tomado nota de ello, pues ha decidido cortar la financiación a las películas que representen villanos con «cicatrices, quemaduras o marcas taquigráficas para la villanía», que es tanto como lanzar al paro a todos los malos malísimos desde Homero hasta acá. «El cine tiene una influencia poderosa en la sociedad y es un catalizador para el cambio, por eso nos comprometemos a no tener representaciones negativas a través de cicatrices», alegan basándose en los, ojo, Estándares de Diversidad de la academia británica.
Lo preocupante del caso no es la estúpida confrontación con todo un acervo popular, ni la moda de apelar a la «diversidad», sino cómo la papanatería oficial intenta gobernarnos desde lo público, moldearnos, mediatizar criterios tan subjetivos y libres como son los propios de la creación. Los pobres guionistas británicos que aspiren a dar vida a su villanos (y financiarse con la BFI) la van a pasar canutas para diferenciarlos del héroe. Y lo peor es que ésta no es una tesitura estrictamente británica: el mundo del arte camina hacia una grave autocensura generalizada. A este paso los habitantes de esa urbe mitad huxleysiana mitad orwelliana que estamos construyendo a base de corrección política solo podrán ver en los cines ejemplos edificantes: tipos y tipas bellos y bellas, virtuosos y virtuosas, veganos y veganas, animalistas y animalistos, inclusivos e inclusivas. Y, por supuesto, sin cicatrices ni demás afecciones dermatológicas, ¡faltaría más!