Tenis

Nadal ya conquistó el confín más remoto el día del “Dios, me está matando” de Federer

El Open de Australia fue, hasta 2009, el último título importante que se resistió a los tenistas españoles

Nadal intenta consolar a Federer después de la final del Open de Australia en 2009
Nadal intenta consolar a Federer después de la final del Open de Australia en 2009DARREN WHITESIDEREUTERS

Australia es el país remoto por antonomasia, el último confín habitado del globo terráqueo sobre el que el “homo europeus” impuso su civilización. Sigue siendo tierra de pioneros la isla-continente, que conserva el carácter indómito que sufrieron los colonizadores desde que el capitán James Cook, a bordo del HMB Endeavour, puso el pie una mañana de abril de 1770 en la que bautizó como Bahía Botany, unas millas al sur de la ciudad que hoy se conoce como Sídney. Emprender la conquista de Australia, tarea aún hoy inacabada, en cualquier faceta de la requiere un cuerpo a prueba de inclemencias y un espíritu aventurero ajeno a cualquier miedo. Rafael Nadal Parera, de Manacor, era el hombre adecuado.

El gran torneo australiano, el AusOpen que se organiza cada invierno septentrional en Melbourne –primero sobre la hierba de Kooyong y luego, desde 1988, en las pistas sintéticas de Flinders Park–, era la última frontera del tenis español: Santana, Gimeno, Orantes y Bruguera habían reinado en las otras tres pistas del Grand Slam, Moyá triunfó en el Masters y la generación de los Costa, Ferrero, Corretja y Balcells se hizo al fin en 2000 con la Copa Davis, tras muchos intentos infructuosos que solían morir precisamente en Australia. Rafa Nadal, el tenista llamado a pulverizar todos los registros del deporte nacional, debía poner el nombre de España en el único lugar que faltaba.

Rafa Nadal, pese a ser el primer cabeza de serie, no era el favorito en la final. Es cierto que 2008 había sido un año fastuoso, con la legendaria conquista de Wimbledon ante Roger Federer, en el que está considerado el mejor partido de todos los tiempos, y el oro olímpico en Pekín. El suizo, sin embargo, estaba en la cima de su arte a los 28 años y, aunque perdía el «cara a cara» por los muchos duelos disputados en tierra batida, dominaba sin discusión en las superficies duras. Los dos sets que tuvo que remontarle a Berdych en octavos de final fueron considerados un accidente propiciado por el porcentaje alucinante de primeros saques del bombardero checo. En cuartos, el de Basilea se había merendado a Del Potro (6-3, 6-0 y 6-0) y en la semifinal no dio opción a Roddick.

El camino de Nadal, que sólo había jugado una semifinal en Melbourne en cinco participaciones, fue plácido hasta la semifinal con Verdasco, una batalla de cinco horas y cuarto que fue el partido más largo disputado en el Abierto oceánico hasta entonces. El esfuerzo al que lo obligó su compatriota a dos días de medirse a un rival más fresco era un factor que todos los analistas consideraban decisivo en vísperas de la final. El relojero suizo pondría en marcha su péndulo para pasear al gladiador español de una esquina a otra de la pista hasta hacerlo reventar.

Tricampeón en Australia, Federer contaba con el aliciente adicional de poder igualar a Pete Sampras como el tenista con más títulos «majors» de la historia, catorce, pero se chocó contra un Nadal que parecía medir sus esfuerzos tras ganar de forma agónica el primer y el tercer set (7-6 y 7-5) y tomarse un respiro para «dejarse» empatar en dos ocasiones con sendos 3-6. En la manga definitiva, Rafa colonizó la mente de un Roger que aguantó su primer juego de servicio y mandaba 30-0 en el que debía suponer el 2-2 pero dos errores no forzados con su infalible revés a una mano y otras dos dobles faltas llevaron el 3-1 al marcador y la seguridad del triunfo a un Nadal que ya jugó cuesta abajo hasta el 6-2 definitivo.

En la entrega de premios, al filo de la una de la madrugada en una tórrida noche de verano austral, Federer se derrumbó mientras pronunciaba el protocolario discurso de felicitación al rival. «God, it’s killing me» (”Dios, me está matando”), fueron sus últimas palabras audibles antes de prorrumpir en un llanto desesperado. Nadal, un monstruo con y sin la bola en juego, lo abrazó y le dedicó unas cariñosas palabras: «Eres un gran campeón, uno de los mejores de la historia». Como en un cuento de hadas.